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Mi confesión

por Carlos L. Rodriguez Zía
Hombre Confesandose

Le conté a Dios, a través del sacerdote que me había tocado y escuchaba, los pecados de los que me arrepentía y recibí mi absolución.

La idea anidó en mi mente el lunes santo pasado, durante la jornada de reconciliación que tuvo lugar en la Parroquia Nuestra Señora del Valle de la ciudad de Córdoba. Allí, en el templo ubicado en el barrio de Villa Belgrano, entre las 20 y las 24 horas, entre 8 y 10 sacerdotes estuvieron confesando a todos los que querían, necesitaban hacerlo, para vivir y celebrar de la mejor manera posible La Pascua. Yo fui uno de ellos.

Con el examen de conciencia hecho con tiempo, me acerqué con mi esposa a la parroquia donde colaboramos como agentes pastorales. Me senté en uno de los bancos de madera, frente al Santísimo expuesto, para repasar mi examen, orar y esperar mi turno para confesarme. Les cuento que de manera consciente evité ponerme en la fila de personas que aguardaba expiar sus faltas con nuestro párroco, Juan Daniel Martínez. A él lo veo todo el tiempo y no me falta oportunidad de confesarme o charlar con él. Y como recordé que uno se confiesa con Dios y el sacerdote es un intermediario, decidí hacerlo con quién la providencia me indicara. Entre otras cosas, para hacer una confesión en regla y no mezclarla con una charla humana, espiritual. Como ya dije, para eso lo tengo al Padre Juan a mano todo el tiempo.

Entonces, cuando me tocó mi turno, le conté a Dios, a través del sacerdote que me había tocado y escuchaba, los pecados de los que me arrepentía y recibí mi absolución. Fue cuando volví a sentarme en uno de los bancos de madera, para cumplir con la piadosa penitencia que me había dado, que pensé en la razón que da vida a estas líneas. Es verdad que uno al confesarse lo hace con Dios, pero es muy beneficioso que el confesor que te escuché, te conozca. Tener con él la relación que uno tiene con su médico de cabecera. ¿Por qué? Porque al confesarse, uno no sólo enumera una lista de pecados como si uno dictara la lista de compras para el supermercado. Uno también expresa cómo está en ese instante particular de su vida; habla de sus dificultades perennes o transitorias. Que el hecho de que el cura te conozca le da un contexto más completo a tus faltas. Sentí que al sacerdote que me escuchaba le faltaba información para entender lo qué estaba confesando. Con esto no quiero decir que él no me escuchó con la máxima atención y trató de ser el mejor canal de comunicación con Dios. Vale la reiteración: es cierto que uno se confiesa con Dios, pero también lo es que uno es un ser humano y necesita de gestos. En verdad, yo en ese momento necesitaba confesarme con el Padre Juan. Necesitaba a mi confesor.

Fue ahí cuando me di cuenta de mi acto de soberbia. Quise hacer la confesión perfecta en las formas pero me olvidé de lo esencial. Terminé recitándole a Dios la lista del supermercado. Me olvidé de lo valioso que es tener un confesor, un director espiritual. De lo necesario que es frecuentar con más asiduidad este sacramento. Para estar en forma. Con ritmo de competencia diría un deportista. No sólo al filo de la celebración de uno de los momentos centrales del año litúrgico. Porque al confesarse uno no sólo está arrepintiéndose de un acto puntual. Hablamos de uno. Chequeamos con Dios el estado de nuestra alma.

 

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