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Puentes y barricadas

por Carlos L. Rodriguez Zía
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Desde el minuto cero de su papado, Francisco viene promoviendo la cultura del encuentro.

La que puso en práctica ni bien el mundo lo vio aparecer en el balcón, aquel 13 de marzo de 2013. Antes de impartir la bendición, él pidió ser bendecido por la gente. En este gesto podemos apreciar una de las condiciones esenciales para un buen ejercicio de la cultura del encuentro: ir hacia el otro. No esperar que el otro siempre venga a mí. Pero para conseguir eso, hay que realizar dos tareas previas. La primera: construir puentes. La segunda: intentar no caer en la tentación de armar barricadas

Ahora, la pregunta que cabe hacerse es si somos conscientes de eso. En mi caso, no todos los días. ¿Por qué ocurre esto? ¿A mí y entiendo que a muchos más? Si nos encanta la propuesta del Papa y en nuestro interior la reconocemos como algo muy positivo para nuestra vida. ¿Comodidad? ¿Orgullo? ¿Ira? ¿Resentimiento? Convengamos que puede ser un poco de todo esto y más, suministrado en pequeñas y programadas dosis.

Construir puentes de diálogo no es sencillo. Pero no sólo con un extraño sino también –o más- con nuestros seres queridos. Porque, como lo ha señalado Francisco, para dialogar, primero hay que hacer silencio y saber escuchar. A diferencia de lo que hace un ajedrecista, al encuentro con el otro hay que ir sin movidas analizadas previamente. Sí con la idea de saber qué le pasa al otro o para resolver una diferencia; pero no pensando que si me dice tal cosa, yo responderé de determinada manera. A diario vemos que esto es lo que ocurre cuando sindicatos y gobiernos, por ejemplo, se reúnen a negociar. En general, ambos van al encuentro con la decisión tomada de que si no obtienen lo que buscan, se van de la reunión para empezar a levantar esa barricada que hará más difícil volver a verse de uno u otro lado del puente o en el medio de él. En otras ocasiones, las barricadas se arman antes, cerrando de antemano toda posibilidad de encontrarse. Esto también pasa en nuestras vidas.

Una barricada se arma para obstaculizar el paso de algo o para defenderse de alguien, que entendemos viene a atacarnos. ¿Es sensato levantar una barricada para evitar el contacto con mi hermano? ¿Con mi pareja? ¿Con un amigo? No; pero lo hacemos. El problema que acarrea esta actitud es que con el paso del tiempo esa barricada se vuelve más grande, pesada y difícil de desarmar. Y detrás de ella uno se termina sintiendo cómodo. Irónicamente, esperando que el otro se anime y la tome por asalto.

También ocurre que esas barricadas se pueden, o podemos, levantarlas sin tomar la decisión de hacerlo. En los últimos tiempos, la aparición de la aplicación llamada Whatsapp ha modificado nuestras vidas. Todos pertenecemos a uno, dos o más grupos de Whatsapp. Pero tengo la impresión de que su uso nos va distanciando un poco. Antes, sí o sí había que llamar y hablar con la otra persona. Ahora tenemos la costumbre de mandar mensajes de textos o audios. Digo esto porque días atrás me sorprendió que un compañero del equipo de bautismo de mi parroquia me llamara por teléfono para hablar respecto a las charlas bautismales que damos. Me podría haber mandado un mensaje de audio. Varios me podrán decir que igual nos estamos comunicando, pero no es así. No es lo mismo que tu hermano te diga algo y lo escuches en tiempo real, que leerlo en la pantalla del celular. Y esa herramienta tecnológica positiva se termina convirtiendo en ese muro que me evita el contacto directo con mi prójimo. Me comunico pero protegido por mi barricada virtual; sin el peligro del encuentro cara a cara. Quizás estamos convirtiendo a la llamada telefónica en un puente que nos cuesta construir. Deberíamos prestarle atención al hecho que en restaurantes o en reuniones familiares se proponga dejar, antes de sentarse a la mesa, el celular aparte en una caja.

Ahora, me hago otra pregunta: ¿cómo se comportaría Jesús en estos tiempos? ¿Nos hablaría a través de audios de Whatsapp? No lo creo. Seguiría yendo a nuestro encuentro, mirándonos a los ojos, tomando nuestras manos, escuchándonos. Construyendo un puente de contacto directo. Ejercitando la cultura del encuentro.

Imitemos al maestro.

 

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