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Fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño

por Pbro. Carlos Padilla E.
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Miro esta noche a los pastores que adoran el misterio de un niño envuelto en pañales.

Me siento como esos pastores que velaban la noche cuidando sus rebaños: «Cerca de Belén había unos pastores que pasaban la noche en el campo cuidando sus ovejas. De pronto se les apareció un ángel del Señor, la gloria del Señor brilló alrededor de ellos y tuvieron mucho miedo. Pero el ángel les dijo: – No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que será motivo de gran alegría para todos: – Hoy os ha nacido en el pueblo de David un salvador, que es el Mesías, el Señor. Como señal, encontraréis al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Los pastores comenzaron a decirse unos a otros: –Vamos, pues, a Belén, a ver lo que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado. Fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre». Me gusta imaginarme en esa noche cuidando mis ovejas, mi vida. Preocupado, agobiado por sacar adelante lo cotidiano. Y de repente Dios irrumpe en mi presente. Me habla de lo cotidiano, de un niño como gran señal. Es algo tan normal que no tiene valor. ¿Qué hay de extraordinario en un nacimiento? Cada vida es un milagro, es cierto. Pero, ¿un niño indefenso va a cambiar el mundo? Cuesta creerlo. Pero lo ha hecho. Yo prefiero las estrategias. Cuento mis fuerzas. Deseo el poder de los poderosos para cambiar mi entorno. Dios sigue caminos que me desconciertan. Es el poder de lo débil. La fuerza de lo frágil. La grandeza de lo más pequeño. No me convence. Pienso que en la vida son los poderosos los que vencen. Los ricos los que logran lo que quieren. Los listos los que ganan. Los que tienen influencias los que consiguen grandes metas. Digo que sí, con voz baja. Digo que creo en su indefensión. Pero no lo acabo de creer. Me cuesta creer que la impotencia de mis manos logren lo que sueño. Y mi torpeza abra caminos nuevos. No lo veo claro. No entiendo que mi pobreza pueda ser la llave que abra la puerta del cielo. Un niño pobre en una cueva de animales. La paradoja del cristianismo. En Belén, en Nazaret. ¿Desde ahí puede cambiar el mundo? ¿Cómo puedo cumplir la gran misión de cambiar al hombre? Decía el P. Kentenich: «La meta que tenemos es de extraordinaria magnitud: Contribuir a formar un hombre nuevo. Un hombre nuevo que la Iglesia necesita para superar de raíz las graves conmociones que padece. Una Familia original, una comunidad santa. Nuestra obra ha de formar hombres santos. ¡Ay de nosotros si caemos en la superficialidad! ¡Ay de nosotros si nos convertimos en charlatanes de Dios y no en portadores de Dios! Luchemos por una santidad real»[1]. Leo estas palabras y me siento tan pequeño, tan poco santo. Como esos pastores que son los primeros testigos de Jesús. Los primeros que se arrodillan adorando. Los primeros llamados. ¿Qué pueden hacer ellos? Son tan pequeños. María y José son tan pequeños. Soy tan pequeño yo mismo ante la vida.

Me detengo ante el portal de Belén.

Y me dicen que el Niño nace de nuevo en mí. Que viene. Que lo espere. Que vele. Que me convierta. Pero no puedo. Sigo teniendo mi misma carne gastada. Mis viejos hábitos de siempre. Mi nostalgia y mi tristeza. Mi abrigo de dejadez. Mi pereza, mi egoísmo. Me arrodillo vacío queriendo adorar. En mis manos el niño. No el de verdad. Una copia de un bebé. Me dicen que es Jesús y yo lo beso. Porque quiero que venga a mí y nazca de nuevo, otra Navidad. Porque llevo mucho esperando que cambie mi vida y sea mejor. Porque sé que es posible. Quiero ser santo. Un poema expresa ese momento de intimidad con Jesús: «En mis manos tan cansadas. Vestidas de soledad. Vierte la noche la estrella. Que vence mi oscuridad. Y siento dentro del alma. Que algo comienza a cambiar. No sé si eres Tú, mi Niño, que acabas de despertar. Temo que pase esta noche. Y el día me diga que no. Que pasaste como estrella. Y ya no eres más mi luz. Temo, Jesús, que esta noche. Dejes de vivir en mí. Me lo has prometido tanto. Y sé que no sabes mentir. Por eso Jesús te pido, ven, quédate en mi soledad. Cambia mi tristeza en risa. Viste de luz mi sayal. Vierte en mi alma cansada un mar de estrellas de paz. Y deja que como un niño, mire la vida pasar. Asombrado, conmovido, quiero acariciar tu faz». Quiero hacerme niño delante del Belén. Acariciar en mis manos a Jesús. Sé que no es tan sencillo. Me da miedo pensar que cuando pasen las fiestas seguiré siendo igual. La misma piel. Quiero cambiar. Convertirme en el que sueño. En lo que Jesús desea. ¡Tengo tanta nostalgia de cielo mirando el portal! Me conmueve volver a esa noche. Unos pastores. Unos reyes. Belén llena de peregrinos. Ciudad amurallada. Vivir en paz no es sencillo. Belén, ciudad de Jesús. Escondido en un establo. Oculto a los ojos de los poderosos. Accesible sólo para los que tienen una mirada pura. No sé si yo la tengo. No miro con pureza tantas veces. Peca mi alma impura. Me gustaría amar con la mirada. Dice Gustavo Adolfo Bécquer: «El que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada». Así quiero hablarle a Jesús. Así quiero besarlo. Con mi mirada. Con mis ojos cansados que quieren ver mejor. Que quieren encontrarse con Él cada día. Me detengo vacío ante el Belén. Pobre. Niño. A veces me lleno de orgullos y ansias de grandeza. Me gustaría sentir que soy pobre y que no tengo nada. Me gustaría mirar a Jesús y pedirle que llene mi vacío, mi pobreza. Comenta el P. Kentenich: «Tengo aquí una carta que recibí hace mucho. La persona que me la escribió revela en ella un estado espiritual que yo quisiera que alcanzásemos como fruto de estos ejercicios: ‘En estos días me están ocurriendo muchas cosas a nivel espiritual. No alcanzo a comprender todo lo que me pasa. Por primera vez en mi vida siento que soy una pobre creatura. Soy una nada, una pura nada…’ ¿En qué ha progresado esta persona? En sinceridad. Lo que escribe no son meras palabras, sino que constituyen una vivencia»[2]. Me quiero experimentar así de pequeño, pobre, necesitado, nada. Me arrodillo ante un niño que es Dios. Es necesitado. Necesita mi amor. Mi pecado. Mi indigencia. Quiero que tome todo lo mío. Y me cambie por dentro. Cambie mi forma de mirar y de amar.

[1] Locher, Peter; Niehaus, Jonathan. Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador
[2] J. Kentenich, Envía tu Espíritu

 

 

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