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COMUNICAR(SE)

por Carlos L. Rodriguez Zía
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Salir de compras con una hija puede ser un buen disparador para reflexionar sobre el valor de comunicarse y ver que Jesús es un buen maestro en esta materia.

El big bang que le da origen a estas líneas es un episodio vivido con mi hija menor (tengo dos) que paso a relatar. El viernes pasado mi hija de 19 años de edad necesitaba comprarse zapatillas y como su madre no podía acompañarla, me tocó a mí la tarea de llevarla de gira. Escribo gira porque en el transcurso de dos  horas y media visitamos tres centros comerciales. Uno, dos veces. Tras esta excursión, digna del más aventurero Marco Polo, mi pequeña  no se hizo con su anhelado botín. Pero a pesar de este detalle, lo más valioso sobrevino después. De regreso a casa con los pies vacíos, caí en la cuenta de que a pesar de que no me atrae el ir de shopping, había disfrutado el tiempo compartido con mi hija. Maravillosa coincidencia, ella me dijo que tenía la misma sensación. Fue ahí que dije eureka  y aprecié lo necesario que es el comunicar, comunicarnos. De no haber expresado lo que sentimos los dos, todo habría quedado en una salida más. El hecho de decirnos que disfrutamos el momento compartido con el otro, le dio un brillo especial a esa situación. Sobre esto  continúe reflexionando los días siguientes, muchas veces mientras veía en YouTube, videos de un programa de la televisión argentina, que se llama Intratables, en el que un grupo de personas (periodistas, políticos, dirigentes sociales, etc.) se reúnen cada noche a debatir sobre la realidad argentina. A comunicar (se) lo que piensan al respecto. Pero con un pequeño inconveniente: no se escuchan. En general, sueltan su discurso y no tratan de entender al otro. Porque a la hora de comunicarse, no sólo  la tarea es escuchar al otro; sino de meditar lo que se nos está comunicando.

Creo que esa es una de las enseñanzas que a lo largo de lo que se narra en los cuatro Evangelios nos transmite Jesús. Pienso en algunos momentos de su vida pública: cuando los fariseos lo cuestionaban; en el encuentro con el hombre rico; con la mujer a los pies del pozo de agua; o con sus discípulos. En cada situación Jesús entendió lo que cada uno decía o comprendió en qué estado o circunstancia se expresaba. Me quiero detener puntualmente en el pasaje del hombre rico. Cuando Jesús le plantea que para crecer en su fe, en su camino de hijo de Dios, no sólo debía cumplir con los mandamientos sino desprenderse de sus bienes, el hombre rico se entristeció y se fue. Si nos fijamos en cómo lo cuenta  los evangelistas, Jesús no lo condena. Sin ser un especialista en las sagradas escrituras, entiendo que Jesús comprende que en ese momento el hombre rico no estaba listo para dar ese paso. Lo había escuchado, comprendido lo que el otro con su silencio, con su retirada triste, le estaba comunicado.  Por eso dice que será difícil entrar en el reino de Dios si al mismo tiempo se quiere servir al Señor Dinero.  Suelo pensar que quizás en otra etapa de su vida, el hombre rico maduro humana y  espiritualmente y dio el paso que Jesús lo invitaba a dar. ¿Tenemos nosotros esa actitud con nuestro prójimo? ¿Sabemos escuchar, entender lo que el otro nos está diciendo? ¿Pensamos que es posible que el otro no pueda darnos o hacer lo que le estamos solicitando? ¿Escuchamos al otro con la mente abierta, en silencio, hablemos de lo que hablemos? ¿Buscamos que de esa conversación o debate nazca un mayor entendimiento, un encuentro profundo? ¿O sólo pretendo imponer mis ideas? ¿Tengo en cuenta la fragilidad propia o ajena?

Estas son preguntas que hago y me hago. Y en la búsqueda de respuestas, suelo activar el mejor GPS: el testimonio de Jesucristo.

 

 

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