Portada » Cae un árbol y no es noticia. Caen muchos árboles y tampoco son noticia.

Cae un árbol y no es noticia. Caen muchos árboles y tampoco son noticia.

por Pbro. Carlos Padilla E.
arbol-caido

El otro día vi cómo se caía un árbol en un jardín. No había mucho viento. Sólo un poco de aire. Se cayó lentamente, sin hacer ruido. Tenía el tronco enfermo. Tal vez demasiada agua. Estaba podrido en su interior.

Las raíces quizás habían encontrado agua sin esfuerzo en el césped del jardín. No habían tenido que esforzarse horadando la tierra. Eran raíces débiles, poco profundas, demasiado superficiales. Insuficientes para darle vida al árbol y fortalecer su tronco. El árbol había crecido hacia lo alto, delgado, con muchas ramas llenas de hojas. Aparentaba mucho más de lo que era. Por dentro el tronco estaba enfermo, hueco. Las raíces no bastaban. Me dio pena verlo caer. Lo hizo con suavidad, con cierta altivez, orgulloso de su altura. Cedió sin inmutarse. Y perdió la vida. Pronto tocó la tierra y quedó allí, inerte, muerto, inmóvil, frágil. El viento ya no lo mecía. Parece mentira. Un árbol de tantos años, pero tan frágil por dentro. Tan alto antes y tan bajo ahora, caído sobre la hierba. La vida había sido cómoda para él. Mucha agua a su alcance. Quizás nunca tuvo que esforzarse demasiado por conseguir lo que precisaba. Poca radicalidad, poco esfuerzo, poca hondura, poca vida. Casi nadie lo vio caer. Cayó en silencio. No hizo ruido. Una persona pasó a su lado preocupada de sus cosas. No vio su caída. No se inmutó ante su muerte prematura. Suele serasí tantas veces.  

Cae un árbol y no es noticia. Sigo metido en mi mundo. Preocupado de mis cosas. Caen muchos árboles y tampoco son noticia. No me inmuto ante la muerte injusta del que está cerca de mí. Tampoco ante la tragedia de la infidelidad. Ante el dolor de la ruptura y el abandono. Me acostumbro al dolor ajeno, a la injusticia, al fracaso. Uno más que cae, pienso. Tendría sus razones para morir después de tanto tiempo. Y no me pregunto nada más. Me muestro indiferente ante el dolor ajeno. Habrá que plantar otro árbol. Se me ocurre. Pienso ahora en los soldados que juegan a los dados a los pies de la cruz de Jesús: «Tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura se dijeron entre sí: – No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca». Jn 19. Echan a suerte sus vestiduras y siguen a lo suyo. La rutina, lo cotidiano. No se inmutan ante la muerte de un hombre, ante un árbol caído. Tal vez han perdido la sensibilidad. Tengo miedo de perder la sensibilidad. Que me dé igual que muera un árbol, o un desconocido en un hospital, o en la calle, o incluso cerca de mí. El otro día leía: «En los Padres de la Iglesia se consideraba la insensibilidad, la indiferencia ante el dolor ajeno como algo típico del paganismo. La fe cristiana opone a esto el Dios que sufre con los hombres y asínos atrae a la compasión. La Mater Dolorosa, la Madre con la espada en el corazón, es el prototipo de este sentimiento de fondo de la fe cristiana» 1 . No quiero ser insensible ante el dolor de los demás.

No quiero endurecerme con el sufrimiento y llenarme de amargura. No quiero quedarme hueco por dentro como ese árbol, vacío de vida, seco. No quiero volverme frío y acostumbrarme al dolor. Al propio, al de otros. Sé que tengo sentimientos: «Todos sentimos. No es cierto que haya personas insensibles. Incluso la mayoría de los enfermos que padecen una alteración grave de la sensibilidad común» 2 . Siento cuando me afectan las cosas. Cuando me interesa lo que está pasando o tiene que ver con mi vida. Si el árbol no es mío, me duele menos. Si la muerte es lejana, sufro menos. No pierdo quizás la sensibilidad, pero sí su rango de acción. Se reduce el ámbito de todo lo que me afecta. El prójimo está muy cerca o muy lejos. A pocos metros deja ya de ser próximo y se convierte en lejano. Y mi corazón sufre menos, se vuelve pagano. Tal vez me vuelvo más selectivo a la hora de comprometer mi corazón. Para no sufrir tanto. Para que no me afecten las muertes y los sufrimientos de los que no están tan cerca. Pienso de nuevo en mi árbol. En su vacío interior. Murió realmente por falta de vida. Y un poco de viento tumbó su altivez. Puedo parecer muy alto, pero si mi tronco no es fuerte, caeré con el viento más débil. Y perderé la vida. Quiero tener raíces hondas. Vínculos profundos. Decía el P. Kentenich: «Amamos ideas, pero por lo común cultivamos en una cuota desesperadamente escasa vinculaciones personales profundas» 3 . Quiero vínculos que alimenten mi corazón. Raíces hondas en la tierra. Esa hondura exige ahondar buscando agua. No me bastan las aguas superficiales para crecer. Quiero tener más vida, más hondura, más sangre en mi interior, más vínculos fuertes. Quiero vivir con pasión para ser capaz de sufrir por otros. Y llorar. Y acompañar con mi dolor la pérdida ajena. Es lo que deseo en lo profundo. Tener entrañas de misericordia que fortalezcan mi alma.

Comienza la Semana Santa y me gusta mirar a María. La veo acompañar a Jesús sosteniendo su dolor. María sufre en su corazón. «María no se rebela, no grita. Asume el sufrimiento por medio de la oración» 4 . ¿Qué dolores tuvo María a lo largo de su vida? María sufrió la pérdida de las personas que más amaba, sus padres, Ana y Joaquín, su esposo José, su propio hijo. La pérdida que desgarra el alma. Como una espada que atraviesa el corazón. María no tuvo dolor de los pecados como el que tengo yo cada vez que ofendo, hiero o mato. Cada vez que no soy fiel a mí mismo y me dejo llevar por mediocridad. Cada vez que me centro en mis miedos, en mis egoísmos, y me cierro a la vida. Ella no cometió pecado. No conoció ese dolor. Pero sí sintió un dolor muy fuerte por aquellos que se encerraron en sus pecados. Los que estaban dominados por la ira. Los que huyeron cobardes por miedo a darlo todo. Sufrió al ver su fragilidad no reconocida. Al ver cómo Judas se cerraba a la mirada de Jesús y se quitaba la vida. Al pensar que su pecado no tenía perdón. El dolor profundo por la infelicidad del que no es feliz con la vida que lleva. María sintió un dolor muy fuerte de compasión.

Hacia los que sufrían enfermedades. Hacia los presos de sus esclavitudes. María sufre con un amor misericordioso ante el enfermo, ante el que ha perdido un ser querido. Ante el que ha fracasado y siente en su corazón un dolor de angustia. María permanece al pie de mi cruz, como permanececada Semana Santa al pie de la cruz de Jesús. Su dolor ante mi dolor me conmueve. Por eso la miro al abrazar yo mi propia cruz. Y le pido que me haga más fácil la subida al Calvario. Sus manos me
sostienen. Su voz me da ánimos. Miro a María dar su sí con paz en el alma al dolor más grande, un dolor inhumano. El sí más difícil ante el dolor que siente al ver sufrir a su hijo. Ese dolor por ver cómo lo difaman, cómo lo insultan, cómo piden su muerte. Su dolor, su angustia, al no poder salvar a quien más ama y tener que acompañarlo impotente a un lado del camino al Calvario. El sí al dolor de los insultos, de la noche en la cisterna, de la corona de espinas, de la sangre derramada de forma injusta. El sí al ver cómo se reparten esa túnica que Ella misma había tejido. El sí a los ultrajes. El sí a escuchar sus últimas palabras desde la cruz. Ese sí tan difícil es el que le pide Dios a María esta Semana Santa. El sí primero de la anunciación. El sí último en el último aliento de Jesús. Comenta Benedicto XVI: «Dios se ha hecho en cierto modo dependiente del hombre. Su poder está vinculado al ‘sí’ no forzado de una persona humana. Así, Bernardo muestra cómo en el momento de la pregunta a María el cielo y la tierra, por decirlo así, contienen el aliento. ¿Dirá ‘sí’? Ella vacila… ¿Será su humildad tal vez un obstáculo? – Sólo por esta vez —dice Bernardo— no seas humilde, sino magnánima. Danos tu ‘sí’. Este es el momento decisivo en el que de sus labios y de su corazón sale la respuesta: – Hágase en mí según tu palabra. Es el momento de la obediencia libre, humilde y magnánima a la vez, en la que se toma la decisión más alta de la libertad humana» 5 . María dice que sí libremente en medio de su dolor. Me gustaría tener esa mirada de María. Me gustaría ser tan libre y besar mi dolor. ¿Cuáles son mis dolores? Miro a María llena de dolor y se los entrego. El dolor de mis fracasos y de mis pecados. El dolor en la enfermedad y en la pérdida. El dolor en el abandono y en la crítica, cuando otros me condenan. Quiero hacer una lista con todo lo que me duele. La lista de mis dolores. Todos los clavos que me hieren por dentro. No para regodearme en mi mala suerte. Sino para entregarle a María todo lo que me hace sufrir. Ella sabe lo que necesito y me alivia la carga. Quiero darle mi sí humilde como el que Ella dio cada día de su vida. No sólo en Nazaret. Nosólo en el Gólgota. Cada día de esos muchos días con dolores pequeños, más soportables. Esos dolores que no exigían un sí heroico y radical, sino un sí fiel y valiente. Una renovación de su primer

1 Benedicto XVI, La infancia de Jesús
2 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163=
3 Christian Feldmann, Rebelde de Dios
4 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
5 J. Fernando del OSA Río, La infancia de Jesús, Benedicto XVI

 


Sin tu ayuda  no podemos continuar 

Cualquier aporte es importante
Contamos con tu ayuda
¡Gracias, DTB!

 

Misioneros Digitales Donaciones

 

[ecp code=»Matched_Content»]

 

 

Artículos relacionados

Deja un comentario