Foto: Retrato de San Claudio La Colombière
Claudio
¿Quiénes son estos dos jóvenes religiosos que el 21 de junio de 1675 se sienten tan profundamente unidos en el Señor para un encargo que les desborda? Hace apenas cuatro meses que se han visto por primera vez y ya les da la impresión de conocerse desde siempre. Dios parece haberles preparado para este encuentro, para esta misión de dar a conocer al mundo el Amor misericordioso del Corazón de Jesús. A primera vista nada parece hacerles aptos para dar a conocer y propagar esta devoción que, poco después de su muerte, se extenderá triunfalmente por toda la Iglesia.
Claudio se había hecho jesuita con 17 años apenas cumplidos. Le costó decidirse a seguir el llamamiento de Dios: «Cuando me hice religioso tenía una horrible aversión por la vida a la que me había comprometido», confesará más tarde. Era el tercero de una familia de siete hijos, dos de los cuales murieron de niños; tres hermanos se hicieron sacerdotes, la hermana se hizo religiosa y solo uno se casó. Al terminar sus estudios en el colegio, en 1658 ingresó en el noviciado de Aviñón. Allí pasará dos años, de silencio, de estudio religioso, de meditación, de interiorización de la espiritualidad ignaciana. Hace sus primeros votos y se queda otros seis años en Aviñón. Estudia y al mismo tiempo da clase a los pequeños del colegio jesuita de la ciudad. A finales de 1666 se le envía a París para prepararse al sacerdocio. Sintió dejar la ciudad donde había hecho tantos amigos: «Usted se queda en Aviñón -escribía a otro religioso- le tendría envidia por muchos motivos, si no fuera porque estoy seguro de que Dios me quiere aquí en París».
El 6 de abril de 1669 es ordenado sacerdote: tiene 28 años. En 1670 volvió a Lyon a ser profesor de retórica. Empieza a destacar como excelente predicador. Hace su tercera probación en 1674. Se conservan las abundantes notas de los Ejercicios de mes que hace entonces para prepararse a sus votos solemnes. Claudio tiene un temperamento sensible y afectuoso, muy inclinado a la amistad. Piensa que debe purificar esa tendencia de su corazón. Leídos hoy, esos apuntes nos parecen excesivamente exigentes. Están en consonancia con la espiritualidad grave, seria y hasta austera del siglo XVII, influenciada por el Jansenismo. De estos apuntes destacamos estos párrafos sobre la amistad:
«Me siento inclinado a imitar esta sencillez de Dios… en mis afectos, no amando más que a Dios solo, no recibiendo en mí más que ese solo amor».
De pronto una queja brota de lo más profundo de su alma:
«Pero mis amigos me aman, yo los amo; se ve y lo siento. ¡Dios mío, único bueno y único amable! Habrá que sacrificarlos puesto que me queréis todo para vos: lo haré, sí, este sacrificio que me costará mucho más que el primero que hice al dejar padre y madre…
Pero sed su amigo, Jesús, único y verdadero amigo. Sedlo también mío, ya que me ordenáis serlo vuestro».
También de estos años es la admirable oración al verdadero amigo que se encuentra en unos apuntes suyos sobre «San Juan, el amigo de Jesucristo» (copiada cambiando el «tú», es decir tuteando, en lugar del «Vos» de la época):
Quien es capaz de expresar estos sentimientos no puede menos de ser «fiel servidor y amigo perfecto». Y esta purificación del corazón le prepara, no solo a la amistad con Dios, sino también a las numerosas amistades de las personas a las que va a acompañar espiritualmente. Está preparado para ser el «hermano» de Margarita María, según la expresión del mismo Jesús.
Canción: Purifícame
Autor: Kiki Troia
Fuente: Nómadas del Espíritu
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