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¿Quiero Dejar huella?

por Pbro. Carlos Padilla E.
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Muchas personas sueñan con dejar huella con su vida. Sueñan con la trascendencia de sus actos. Y a menudo infravaloran el valor de lo que no brilla, de lo que no se ve.

El otro día leía lo que decía un campeón de motociclismo: «Más que los títulos, es mejor dejar huella». Me llamó la atención. Se refería a que su estilo de conducir dejara una huella imborrable. Es lo que le daba sentido a todo lo que hacía. Si resultaba que no grababan un importante momento de su conducción, no había valido la pena. Es curioso, me sonó a vanidad. Hoy quiero que todo lo que hago lo vean otros, lo sepan. Cuelgo una foto y quiero que deje huella. O lo grabo para que muchos lo vean. Si no hay constancia visual, no hay tampoco huella. El valor de lo oculto desaparece ante mis ojos. Acabo pensando que lo que de verdad cambia el mundo es los visible. Tal vez me estoy olvidando de lo importante. Pienso en esa semilla que muere y da fruto después de su muerte. Pienso en tantos actos de amor que nadie ve. ¿No los valoro? Me descubro a mí mismo queriendo dejar huella con mis actos. Los actos de toda una vida impresos para que todos los aplaudan.

Demasiado exigente. Cuando llegue a viejo, ¿qué valor habrán tenido mis obras de joven? ¿Qué recuerdos de mi vida quedarán en la memoria? ¿Qué repercusión habrá tenido lo que hice siendo niño? Pienso en las huellas que dejan mis manos, mis pasos, mis palabras. Las huellas de mi amor. La entrega de mi vida. Muchos actos buenos pueden quedar borrados y no dejar huella, justo después de salir a la luz un acto malo que tapa todo lo anterior. Un despiste, un olvido, un agravio, un fracaso. Pesa mucho más un error, un árbol caído, que mil actos de bondad. No lo entiendo, pero es cierto. Miro la huella, miro la cicatriz. Son dos formas de caminar por la vida, de cambiar el mundo. La huella que se ve, la cicatriz oculta. Me muevo caminando inquieto sobre un delgado alambre. Oscilo entre el bien que deseo realizar y el mal que hago o no evito. Y mi vida se evalúa sobre una balanza. En equilibrio o en desequilibrio. Con pérdidas o ganancias. Me empeño en dejar huella. Insisto en hacer cosas grandes. ¿Es lo grande lo que de verdad cambia el mundo? ¿Creo que yo puedo cambiarlo con mis actos grandilocuentes? Me sobrecoge la desproporción. Dios deja huella en mi alma. En la historia de mi alma en la que me habla en lo más sagrado e íntimo. Busco sus huellas perdidas. Percibo su presencia oculta dentro de mí. Veo la huella de tantas personas en mi alma. Hay huellas. Hay heridas. Huellas que no duelen. Heridas que duelen en lo más profundo. Huellas dejadas por el amor. Heridas infringidas por el odio o el desamor. Es tan sutil la diferencia. Huellas que todos ven. Y huellas que sólo algunos perciben. O sólo yo. O sólo Dios en mí. Y a mí me obsesiona la huella que dejan mis palabras y mis actos. Todo es vanidad. Quizás me estoy olvidando del poder de Dios. Su huella a través de mí es infinita. Es el milagro de la fecundidad que obra con su poder. ¿Por qué me preocupa tanto dejar huella si al final es Dios el que lo cambia todo? Quisiera ser capaz de amar el silencio. De amar la vida oculta en medio de un mundo lleno de publicidad. Quisiera pasar desapercibido en medio de una masa que camina hacia Dios. Tal vez por eso me gusta la fiesta de todos los santos. No hay protagonismos, ni escalafones. No hay santos mejores ni peores. Todos en la misma fiesta. Los más grandes y los más pequeños. Los que más amaron y aquellos a los que Dios más perdonó. Todos juntos en el mismo camino. Una sola
huella. Me gusta la vida oculta de Jesús que sólo puedo imaginarme. Y las dificultades y dolores de los santos de los que nadie me habla. Creo en el poder de lo oculto sin necesidad de conocerlo.

Creo en la huella profunda que dejan los santos con esos gestos y palabras de los que nadie nunca supo. Lo que de verdad importa es el amor enterrado. Aunque no deje huella en apariencia. Y no sepa yo cuándo ocurrió, ni cómo. Nadie pudo verlo. El amor en la renuncia que no se valora. En lo que no se agradece. En lo que nadie reconoce ni puede ver. Tengo tanto afán por dejar huella y ser reconocido. Por ser valorado en mi entrega, en el amor que pongo en lo que hago. Soy muy humano y mis deseos también son humanos. Tal vez demasiado autorreferentes. Me hace daño pensar así. Pero es verdad que me gustan las personas que dejan huella en mi vida. Tengo a muchos. Decía Hamlet Lima Quintana: «Hay gente que con solo decir una palabra enciende la ilusión y los rosales, que con solo sonreír entre los ojos nos invita a viajar por otras zonas, nos hace recorrer toda la magia. Hay gente, que con solo dar la mano rompe la soledad, pone la mesa, sirve el puchero, coloca las guirnaldas. Que con solo empuñar una guitarra hace una sinfonía de entrecasa. Hay gente que es así, tan necesaria». Tengo la medida de su huella en mi alma. Son necesarios. El valor de su amor en mí me hace mejor persona. Soy el eco de su voz. Y mi amor es copia del amor recibido. No soy tan original como creía. Ni mis obras tienen tanto poder como deseo. Pero aprecio con gratitud las huellas en mi piel de los que me han amado. Me duelen algo más las cicatrices que dejaron los que no me amaron. Quiero agradecer mi vida llena de huellas de otros. Y pedirle a Dios que deje una huella honda en mi alma cada vez que me perdona, me levanta y me dice que me quiere.

 

 

 
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