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La familia en camino a la Pascua

por Carlos L. Rodriguez Zía
La familia

En pos de vivir con profundidad el tiempo de la cuaresma y de preparar la llegada de la Pascua, compartimos unos pasajes de la exhortación apostólica Amoris letitia (La alegría del amor).

La cuaresma es tiempo de preparación, de reflexión, de ponerse en camino. De prepararse para la Pascua, para la muerte y resurrección de Cristo. Y la familia es el ámbito ideal, el primero en el que nos socializamos, para llevar a cabo la tarea. Sin olvidar que son la Iglesia, la parroquia, la comunidad eclesial, los lugares donde esta labor se enriquece y se potencia. Es por eso que seleccionamos algunos puntos de la exhortación apostólica Amoris laetitia, puntualmente del capítulo séptimo, Fortalecer la educación de los hijos. Esperamos le sirvan.

260. La familia no puede renunciar a ser lugar de sostén, de acompañamiento, de guía, aunque deba reinventar sus métodos y encontrar nuevos recursos. Necesita plantearse a qué quiere exponer a sus hijos. Para ello, no se debe dejar de preguntarse quiénes se ocupan de darles diversión y entretenimiento, quiénes entran en sus habitaciones a través de las pantallas, a quiénes los entregan para que los guíen en su tiempo libre. Sólo los momentos que pasamos con ellos, hablando con sencillez y cariño de las cosas importantes, y las posibilidades sanas que creamos para que ellos ocupen su tiempo, permitirán evitar una nociva invasión. Siempre hace falta una vigilancia. El abandono nunca es sano. Los padres deben orientar y prevenir a los niños y adolescentes para que sepan enfrentar situaciones donde pueda haber riesgos, por ejemplo, de agresiones, de abuso o de drogadicción.

263. Aunque los padres necesitan de la escuela para asegurar una instrucción básica de sus hijos, nunca pueden delegar completamente su formación moral. El desarrollo afectivo y ético de una persona requiere de una experiencia fundamental: creer que los propios padres son dignos de confianza. Esto constituye una responsabilidad educativa: generar confianza en los hijos con el afecto y el testimonio, inspirar en ellos un amoroso respeto. Cuando un hijo ya no siente que es valioso para sus padres, aunque sea imperfecto, o no percibe que ellos tienen una preocupación sincera por él, eso crea heridas profundas que originan muchas dificultades en su maduración. Esa ausencia, ese abandono afectivo, provoca un dolor más íntimo que una eventual corrección que reciba por una mala acción.

268. Asimismo, es indispensable sensibilizar al niño o al adolescente para que advierta que las malas acciones tienen consecuencias. Hay que despertar la capacidad de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por su sufrimiento cuando se le ha hecho daño. Algunas sanciones —a las conductas antisociales agresivas— pueden cumplir en parte esta finalidad. Es importante orientar al niño con firmeza a que pida perdón y repare el daño realizado a los demás. Cuando el camino educativo muestra sus frutos en una maduración de la libertad personal, el propio hijo en algún momento comenzará a reconocer con gratitud que ha sido bueno para él crecer en una familia e incluso sufrir las exigencias que plantea todo proceso formativo.

274. La familia es la primera escuela de los valores humanos, en la que se aprende el buen uso de la libertad. Hay inclinaciones desarrolladas en la niñez, que impregnan la intimidad de una persona y permanecen toda la vida como una emotividad favorable hacia un valor o como un rechazo espontáneo de determinados comportamientos. Muchas personas actúan toda la vida de una determinada manera porque consideran valioso ese modo de actuar que se incorporó en ellos desde la infancia, como por ósmosis: «A mí me enseñaron así»; «eso es lo que me inculcaron». En el ámbito familiar también se puede aprender a discernir de manera crítica los mensajes de los diversos medios de comunicación. Lamentablemente, muchas veces algunos programas televisivos o ciertas formas de publicidad inciden negativamente y debilitan valores recibidos en la vida familiar.

287. La educación de los hijos debe estar marcada por un camino de transmisión de la fe, que se dificulta por el estilo de vida actual, por los horarios de trabajo, por la complejidad del mundo de hoy donde muchos llevan un ritmo frenético para poder sobrevivir[306]. Sin embargo, el hogar debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a percibir las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a servir al prójimo. Esto comienza en el bautismo, donde, como decía san Agustín, las madres que llevan a sus hijos «cooperan con el parto santo»[307]. Después comienza el camino del crecimiento de esa vida nueva. La fe es don de Dios, recibido en el bautismo, y no es el resultado de una acción humana, pero los padres son instrumentos de Dios para su maduración y desarrollo. Entonces «es hermoso cuando las mamás enseñan a los hijos pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en ello! En ese momento el corazón de los niños se convierte en espacio de oración»[308]. La transmisión de la fe supone que los padres vivan la experiencia real de confiar en Dios, de buscarlo, de necesitarlo, porque sólo de ese modo «una generación pondera tus obras a la otra, y le cuenta tus hazañas» (Sal 144,4) y «el padre enseña a sus hijos tu fidelidad» (Is 38,19). Esto requiere que imploremos la acción de Dios en los corazones, allí donde no podemos llegar. El grano de mostaza, tan pequeña semilla, se convierte en un gran arbusto (cf. Mt 13,31-32), y así reconocemos la desproporción entre la acción y su efecto. Entonces sabemos que no somos dueños del don sino sus administradores cuidadosos. Pero nuestro empeño creativo es una ofrenda que nos permite colaborar con la iniciativa de Dios. Por ello, «han de ser valorados los cónyuges, madres y padres, como sujetos activos de la catequesis […] Es de gran ayuda la catequesis familiar, como método eficaz para formar a los jóvenes padres de familia y hacer que tomen conciencia de su misión de evangelizadores de su propia familia»

288. La educación en la fe sabe adaptarse a cada hijo, porque los recursos aprendidos o las recetas a veces no funcionan. Los niños necesitan símbolos, gestos, narraciones. Los adolescentes suelen entrar en crisis con la autoridad y con las normas, por lo cual conviene estimular sus propias experiencias de fe y ofrecerles testimonios luminosos que se impongan por su sola belleza. Los padres que quieren acompañar la fe de sus hijos están atentos a sus cambios, porque saben que la experiencia espiritual no se impone sino que se propone a su libertad. Es fundamental que los hijos vean de una manera concreta que para sus padres la oración es realmente importante. Por eso los momentos de oración en familia y las expresiones de la piedad popular pueden tener mayor fuerza evangelizadora que todas las catequesis y que todos los discursos. Quiero expresar especialmente mi gratitud a todas las madres que oran incesantemente, como lo hacía Santa Mónica, por los hijos que se han alejado de Cristo.

289. El ejercicio de transmitir a los hijos la fe, en el sentido de facilitar su expresión y crecimiento, ayuda a que la familia se vuelva evangelizadora, y espontáneamente empiece a transmitirla a todos los que se acercan a ella y aun fuera del propio ámbito familiar. Los hijos que crecen en familias misioneras a menudo se vuelven misioneros, si los padres saben vivir esta tarea de tal modo que los demás les sientan cercanos y amigables, de manera que los hijos crezcan en ese modo de relacionarse con el mundo, sin renunciar a su fe y a sus convicciones. Recordemos que el mismo Jesús comía y bebía con los pecadores (cf. Mc 2,16; Mt 11,19), podía detenerse a conversar con la samaritana (cf. Jn 4,7-26), y recibir de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-21), se dejaba ungir sus pies por una mujer prostituta (cf. Lc 7,36-50), y se detenía a tocar a los enfermos (cf. Mc 1,40-45; 7,33). Lo mismo hacían sus apóstoles, que no despreciaban a los demás, no estaban recluidos en pequeños grupos de selectos, aislados de la vida de su gente. Mientras las autoridades los acosaban, ellos gozaban de la simpatía «de todo el pueblo» (Hch 2,47; cf. 4,21.33; 5,13).

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