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¿Cómo lograr amar con ese amor crucificado de Jesús?

por Pbro. Carlos Padilla E.
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Miro su amor en la Cruz. Ese amor que me rompe por dentro.

Ese amor clavado en una roca que se hunde en lo profundo de la tierra. La roca partida por el peso de su amor.

Quiero tocar su carne inmaculada escondida en la roca. Su sangre vertida que me da una vida nueva. Su amor me desborda. Es desproporcionado todo lo que recibo. Sólo puedo mirar su costado abierto y dar gracias. Me invita a ir a su encuentro. A adentrarme en la roca hendida. A meterme en sus llagas abiertas en la cruz. Lo miro flagelado en su columna. Lo miro coronado como rey con espinas. Y vislumbro torpemente la hondura de un amor que es más que humano. Un amor que se abaja, que se pone a la altura de mi alma. Un amor que me pide que lo siga. Me dice que mi vida sólo vale la pena si la entrego. Sólo merece ser vivida si la doy. No vale si sólo la guardo por temor. Si escondo mi amor por miedo a perderlo. ¿Cómo es mi amor al hermano, al enemigo, al herido que sufre? Mi amor es muy débil. Amo cuando me aman.

Digo que es amor, pero veo que sufro indiferencia. ¿Por qué amo tan poco? Porque tengo un corazón herido. Duro y egoísta. Pobre y mendigo. Cerrado. Mi amor se busca a sí mismo por los caminos empolvados. Pretende ser amado antes que amar. Aceptado antes que aceptar. Elogiado antes que elogiar. Pero ni siquiera después de recibir se aventura a dar. Me siento insensible. Incapaz de sufrir. De compadecerme. De abajarme. Construyo una muralla para que no se acerquen. Yo no soy así en el fondo. Soy sensible, soy frágil, soy alma. Por eso no quiero volverme roca fría. Me da miedo que me vuelvan a hacer daño cuando siento que he sido herido. No quiero que me hieran en mi confianza cuando la entrego. No quiero quedarme frío sin amar por ese miedo tan profundo que tengo a sufrir. Quiero aprender a amar como Jesús me ama. Hoy escucho: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas». Quiero amar con ese amor misericordioso que es clemente y cariñoso con todos. Así es el amor de Jesús en su vida entre los hombres. La ternura que se hace carne en sus manos, en sus gestos. Quiero pedirle a Jesús que me enseñe a romper mi corazón, la coraza que me protege. Quiero suplicarle que pueda aprender a dejarme el alma hecha jirones entre los hombres que me cercan. Tantas veces me rodean. Quieren retenerme. Me desangran. Y yo no doy abasto. Y luego experimento el dolor de la traición. Por un beso. Por un supuesto amigo. Que me prometió fidelidad y luego olvidó sus promesas. Quiero amar con ese amor que es más grande que yo mismo, que mi carne humana. Porque es un amor que me desborda y hace posible lo imposible en mi vida. Quiero vivir el amor resucitado de un Dios que hace morada en medio de mi vida para sacarme de mi miseria: «Esta es la morada de Dios con los hombres: – Acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado. Y el que estaba sentado en el trono dijo: – Todo lo hago nuevo». Jesús lo puede hacer todo nuevo en mí cuando yo abro la puerta de mi sepulcro para que entre y me dé su vida. Él puede cambiar mi forma de mirar, de amar, de ser. Puede hacerme misericordioso y fiel. Me adentro en su sepulcro vacío. Donde vence la vida sobre la muerte.

El amor sobre el odio. Y tocando la roca fría que me habla de la ausencia de su cuerpo y de la presencia de su Espíritu, me conmuevo. Porque el amor ha vencido al odio. La roca
no ha retenido la muerte. El amor del Padre quebró la roca que quería cubrir su cuerpo para siempre. El vacío del santo sepulcro es la semilla de una vida que es eterna. Es la esperanza de los que creen sin haber visto. Es la luz para los que esperan lo imposible de la vida. Quisieron retener la vida eterna entre rocas. Y el amor fue más fuerte rompiendo la fortaleza de la piedra. El amor vence, aunque tantas veces me parezca que el odio tiene más fuerza. Porque el odio divide, enfrenta, grita, difama, agrede, insulta. Y la violencia parece gritar con más fuerza que el corazón pacífico. El odio me parece inmenso en comparación con una misericordia casi invisible. Me asusta el olor de la muerte. El olor del odio en la piel que traspira. El olor de la traición y de las negaciones. Quiero que venza en mi vida el amor. Por encima de mis miedos y condenas. Quiero perdonar con el amor de Jesús que abraza al ladrón de la última hora. Ese pobre hombre que vio a Jesús y creyó, cuando parecía imposible. Usó la ranura que se abría en aquel cielo tan negro. Y entró por ella. La fe era grande. Quiero esa fe que abre el cielo. Que empuja la puerta del paraíso. Ese amor es el único que les da sentido a mis pasos, a mis días. Si pudiera tocar el amor de Dios. Si pudiera ser testigo de su fuerza arrasadora. Si pudiera confiar en que el Señor se sube a la barca de mi vida para hacerme más dócil y fuerte. Confío. Me dejo hacer en sus manos heridas. Me adentro en la piedra que se
abre. En el muro que se rompe. Lo necesito. Quiero destruir los muros que separan, aíslan y dividen. Los muros del odio y del rencor. Los muros de la envidia y la rabia. Lo entrego todo en la piedra vacía del sepulcro. No está su cuerpo. Jesús vive. Allí toco su amor pegado a la piel de mis manos que acarician la piedra ungida.

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