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¿Querés elegir tu cruz?

por Carolina Guadalupe Betique
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Jesús nos dice cada día: «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí» (Mt 7, 13). Pero, ¿quién no se ha sentido alguna vez desanimado ante las dificultades cotidianas? Encima, las vidas ajenas parecen tan fáciles, los yugos de los demás tan livianos.


Un anciano en la cama de un hospital llora de pena en silencio porque tiene miedo de morir solo. A un kilómetro de distancia y bajo el sofocante sol del mediodía, otro abuelo carga en su cabeza un paquete de caña de azúcar a punto de romperse. Mientras tanto, una muchacha con síndrome de Down que logró ingresar a la universidad sufre las burlas de sus compañeros de curso. Ese mismo día, un hombre es detenido por un delito que no cometió y sus hijos, llenos de rabia y vergüenza, lo escupen y le gritan incendios.

En otro lugar del mundo, una aldea fue bombardeada desde un dron y dos niñas corren a más no poder mientras reconocen decenas de rostros queridos bajo los escombros. Al mismo tiempo, una madre soltera acaba de perder su trabajo y mientras piensa en cómo seguir adelante, le roban un bolso con los pocos ahorros que le quedaban. A pocas cuadras, un músico de excelente posición económica y fama internacional, agoniza por sobredosis de metanfetaminas que se inyectó en el brazo para calmar su depresión; ahora está peor que antes.

Una frase que suele compartirse en redes sociales dice: “Cada persona que ves está luchando una batalla que no conocés, sé amable siempre”. Sin embargo, muchas veces nos cuesta tratar con respeto y delicadeza a los demás porque estamos enfrascados en nuestros propios problemas. Nos rebelamos porque nuestros proyectos no se concretan y nos enojamos al sentir que aunque hacemos mucho bien, nos toca afrontar situaciones que van muy mal.

Es desgastante y frustrante cargar una cruz que pesa cada vez más. Si bien nuestra fe nos enseña que el plan divino es perfecto, en más de una oportunidad clamamos en medio del dolor: “¡Señor, qué duros son tus caminos!”. Sin dudas, ese debe haber sido también el sentimiento de María al ver a su hijo colgado en la cruz. Lo curioso es que, a diferencia de lo que muchos de nosotros hacemos en momentos de oscuridad, ella ofreció al Padre el sacrificio de Jesús y confió en su Santa Voluntad, como lo había hecho junto a José camino a Belén. La resurrección fue la respuesta.

Un sueño con moraleja

¿Alguna vez pensaste en intercambiar tu cruz con la de alguien más? ¿Te gustaría poder elegir cuál llevar? El monje benedictino y escritor argentino Mamerto Menapace, reflexionó sobre la cuestión y escribió un relato, que aparece en el libro Cuentos Rodados. Lo compartimos:

“Esto también es del tiempo viejo, cuando Dios se revelaba en sueños. O al menos la gente todavía acostumbraba a soñar con Dios. Y era con Dios que nuestro caminante había estado dialogando toda aquella tarde. Tal vez sería mucho hablar de diálogo, ya que no tenía muchas ganas de escuchar sino de hablar y desahogarse.

El hombre cargaba una buena estiba de años, sin haber llegado a viejo. Sentía en sus piernas el cansancio de los caminos, luego de haber andado toda la tarde bajo la fría llovizna, con el mono al hombro y bordeando las vías del ferrocarril hacía tiempo que se había largado a linyerear, abandonando, vaya a saber por qué, su familia, su pago y sus amigos. Un poco de amargura guardaba por dentro, y la había venido rumiando despacio como para acompañar la soledad.

Finalmente llegó mojado y aterido hasta la estación del ferrocarril, solitaria a la costa de aquello que hubiera querido ser un pueblito, pero que de hecho nunca pasó de ser un conjunto de casas que actualmente se estaban despoblando. No le costó conseguir permiso para pasar la noche al reparo de uno de los grandes galpones de cinc. Allí hizo un fueguito, y en un tarro que oficiaba de ollita recalentó el estofado que le habían dado al mediodía en la estancia donde pasara la mañana. Reconfortado por dentro, preparó su cama: un trozo de plástico negro como colchón que evitaba la humedad. Encima dos o tres bolsas que llevaba en el mono, más un par de otras que encontró allí. Para taparse tenía una cobija vieja, escasa de lana y abundante en vida menuda. Como quien se espanta un peligro de enfrente, se santiguó y rezó el Bendito que le enseñara su madre. Tal vez fuera la oración familiar la que lo hizo pensar en Dios. Y como no tenía otro a quien quejarse, se las agarró con el Todopoderosos reprochándole su mala suerte. A él tenían que tocarle todas. Pareciera que el mismo Tata Dios se las había agarrado con él, cargándole todas las cruces del mundo. Todos los demás eran felices, a pesar de no ser tan buenos y decentes como él. Tenían sus camas, su familia, su casa, sus amigos. En cambio aquí lo tenía a él, como si fuera un animal, arrinconado en un galpón, mojado por la lluvia y medio muerto de hambre y de frío. Y con estos pensamientos se quedó dormido, porque no era hombre de sufrir insomnios por incomodidades. No tenía preocupaciones que se lo quitaran. En el sueño va y se le aparece Tata Dios, que le dice:

-Vea, amigo. Yo ya estoy cansado de que los hombres se me anden quejando siempre. Parece que nadie está conforme con lo que yo le he destinado. Así que desde ahora le dejo a cada uno que elija la cruz que tendrá que llevar. Pero que después no me vengan con quejas. La que agarren tendrán que cargarla para el resto del viaje y sin protestar. Y como usted está aquí, será el primero a quien le doy la oportunidad de seleccionar la suya, vea, acabo de recorrer el mundo retirando todas las cruces de los hombres, y las he traído a este galpón grande. Levántese y elija la que le guste.

Sorprendido el hombre, mira y ve que efectivamente el galpón estaba que hervía de cruces, de todos los tamaños, pesos y formas. Era una barbaridad de cruces las que allí había: de fierro, de madera, de plástico, y de cuanta material uno pudiera imaginarse.

Miró primero para el lado que quedaban las más chiquitas. Pero le dio vergüenza pedir una tan pequeña. Él era un hombre sano y fuerte. No era justo siendo el primero quedarse con una tan chica.

Buscó entonces entre las grandes, pero se desanimó enseguida, porque se dio cuenta de que no le daba el hombro para tanto. Fue entonces y se decidió por una de tamaño medio: ni muy grande, ni tan chica.

Pero resulta que entre éstas, las había sumamente pesadas de quebracho, y otras livianitas de cartón como para que jugaran los gurises. Le dio no sé qué elegir una de juguete, y tuvo miedo de corajear una de las pesadas. Se quedó a mitad de camino, y entre las medianas de tamaño prefirió una de peso regular.

Faltaba con todo tomar aún otra decisión. Porque no todas las cruces tenían la misma terminación. Las había lisitas y parejas, como cepilladas a mano, lustrosas por el uso. Se acomodaban perfectamente al hombro y de seguro no habrían de sacar ampollas con el roce. En cambio había otras medio brutas, fabricadas a hacha y sin cuidado, llenas de rugosidades y nudos. Al menor movimiento podrían sacar heridas. Le hubiera gustado quedarse con la mejor que vio. Pero no le pareció correcto. Él era hombre de campo, acostumbrado a llevar el mono al hombro durante horas. No era cuestión ahora de hacerse el delicado. Tata Dios lo estaba mirando, y no quería hacer mala letra delante suyo. Pero tampoco andaba con ganas de hacer bravatas y llevarse una que lo lastimara toda la vida.

Se decidió por fin y tomando de las medianas de tamaño, la que era regular de peso y de terminado, se dirigió a Tata Dios diciéndole que elegía para su vida aquella cruz.

Tata Dios lo miró a los ojos, y muy en serio le preguntó si estaba seguro de que se quedaría conforme en el futuro con la elección que estaba haciendo. Que lo pensara bien, no fuera que más adelante se arrepintiera y le viniera de nuevo con quejas.

Pero el hombre se afirmó en lo hecho y garantizó que realmente lo había pensado muy bien, y que con aquella cruz no habría problemas, que era la justa para él, y que no pensaba retirar su decisión. Tata Dios casi riéndose le dijo:

-Ven, amigo. Le voy a decir una cosa. Esa cruz que usted eligió es justamente la que ha venido llevando hasta el presente. Si se fija bien, tiene sus iniciales y señas. Yo mismo se la he sacado esta noche y no me costó mucho traerla, porque ya estaba aquí. Así que de ahora en adelante cargue su cruz y sígame, y déjese de protestas, que yo sé bien lo que hago y lo que a cada uno le conviene para llegar mejor hasta mi casa.

Y en ese momento el hombre se despertó, todo adolorido del hombro derecho por haber dormido incómodo sobre el duro piso del galpón.

A veces se me ocurre pensar que si Dios nos mostrara las cruces que llevan los demás, y nos ofreciera cambiar la nuestra, cualquiera de ellas, muy pocos aceptaríamos la oferta. Nos seguiríamos quejando lo mismo, pero nos negaríamos a cambiarla. No lo haríamos, ni dormidos”.

Y vos, ¿qué pensás de tu cruz ahora? Te invitamos a presentarte con autenticidad ante Dios y contarle lo que sentís. Puede ser frente al Sagrario, mirando al cielo o antes de dormir. Al decir «hágase tu Voluntad» mientras rezás el Padre Nuestro, pensá en todo eso que te duele, te cuesta y te preocupa. No te angusties porque Él es bueno y, en su infinita misericordia, te regalará su Paz en el tiempo justo.

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1 comentario

Nancy Bernal diciembre 3, 2019 - 6:18 pm

Hola, gracias por esta reflexión y tantas otras que nos llevan a considerar de una mejor manera nuestro existir y nuestra identidad como cristianos católicos, son reflexiones que no tienen limite en tiempo ni espacio, soy de Colombia y siento tan vigente y apropiado este mensaje tanto para mi, para mi país como para los ciudadanos católicos de cualquier parte del mundo, incluso se convierte en enseñanza de vida para cualquier laico ansioso de encontrar sentido a su vida y ser por que no, mejor ser humano. GRACIAS.

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