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Don Quijote y la fe como acto humano cargado de sentido

por Egberto Bermúdez
Don Quijote

Lee o escucha el episodio de los mercaderes toledanos del capítulo IV de la primera parte del Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Luego lee o escucha mi reflexión.

En esto llegó a un camino que en cuatro se dividía, y
luego se le vino a la imaginación las encrucijadas donde los caballeros
andantes se ponían a pensar cuál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos,
estuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado soltó la rienda a
Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer
intento, que fue el irse camino de su caballeriza, y habiendo andado como dos
millas, descubrió Don Quijote un gran tropel de gente que, como después se
supo, eran unos mercaderes toledanos, que iban a comprar seda a Murcia. Eran
seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres
mozos de mulas a pie.

Apenas les divisó Don Quijote, cuando se imaginó ser
cosa de nueva aventura, y por imitar en todo, cuanto a él le parecía posible,
los pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que
pensaba hacer; y así con gentil continente y denuedo se afirmó bien en los
estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y puesto en la mitad del
camino estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen (que ya él
por tales los tenía y juzgaba); y cuando llegaron a trecho que se pudieron ver
y oír, levantó Don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo: todo el mundo
se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más
hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.

Paráronse los mercaderes al son de estas razones, y al
ver la estraña figura del que las decía, y por la figura y por ellas luego
echaron de ver la locura de su dueño, mas quisieron ver despacio en qué paraba
aquella confesión que se les pedía; y uno de ellos, que era un poco burlón y
muy mucho discreto, le dijo: señor caballero, nosotros no conocemos quién es
esa buena señora que decís; mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura
como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que
por parte vuestra nos es pedida. Si os la mostrara, replicó Don Quijote, ¿qué
hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en
que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde
no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia: que ahora vengáis uno
a uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y
mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la
razón que de mi parte tengo. Señor caballero, replicó el mercader, suplico a
vuestra merced en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque
no carguemos nuestras conciencias, confesando una cosa por nosotros jamás vista
ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del
Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato
de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo, que por el hilo se
sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced
quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte, que
aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo, y que del otro le mana
bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced,
diremos en su favor todo lo que quisiere. No le mana, canalla infame, respondió
Don Quijote encendido en cólera, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y
algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcobada, sino más derecha que un
huso de Guadarrama; pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho
contra tamaña beldad, como es la de mi señora. Y en diciendo esto, arremetió
con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si
la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara Rocinante, lo
pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena
pieza por el campo, y queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaba
la lanza, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. (I, 4)

La reflexión

Como bien señala el filósofo Josef Pieper: “Si no hay
nadie que sepa, no puede haber tampoco nadie que crea”*. Es decir, la fe
participa en el conocimiento de alguien que sabe. Por lo tanto, en el caso del
episodio que nos ocupa, cabe preguntarse: ¿Conoce don Quijote a Dulcinea? ¿La
conoce el lector? ¿La conocen los mercaderes?

Gracias al narrador de la novela, el lector sabe que
Dulcinea es en realidad una labradora de “muy buen parecer de quien [don
Quijote] un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo
supo ni se dio cata de ello. Llamábase Aldonsa Lorenzo”. Por supuesto, don
Quijote también la conoce pero tiene, debido a su locura, una visión
distorsionada de Dulcinea, ya que para él esta no es sólo “una labradora de muy
buen parecer” sino “la doncella más hermosa del mundo[…] la sin par Dulcinea
del Toboso”. Finalmente, los mercaderes no tienen la menor idea sobre quién es
y cómo luce Dulcinea. Por consiguiente, al no conocerla, tiene mucho sentido
que pudieran, tener o no, fe en el testimonio del caballero. Al lector, por el
conocimiento que posee sobre Dulcinea y sobre la locura de don Quijote, le
parece muy lógico que los mercaderes concluyan que don Quijote no es un testigo
fidedigno. Además, por su apariencia, sus armas y sus palabras, ya han podido
tomarle el pulso a la locura del caballero.

El problema de don Quijote es que no sólo pide fe,
sino que la exige. Y la fe, no puede forzarse. Lo decisivo es la credibilidad
del testigo y la voluntad de creer del creyente. Por otra parte, la propuesta
socarrona de uno de los mercaderes de que don Quijote les muestre un retrato de
Dulcinea, transformaría, ipso facto, la situación, de un asunto de fe a uno de
conocimiento; ya que la fotografía es, por definición, una copia de la
realidad.

En resumen, en el episodio de los mercaderes
toledanos, de manera humorística y genial, Cervantes invita al lector a
reflexionar sobre la fe como acto humano preñado de sentido. Así, la obra
maestra de Cervantes es un anticipo precoz de las reflexiones filosóficas de
Josef Pieper sobre la fe como acto humano, primero, y como fe religiosa,
después. De hecho, uno de los mayores problemas que tiene tanta gente hoy día
en aceptar la fe religiosa como razonable y transracional (y no como emocional,
irracional o supersticiosa) es el no haber reflexionado primero, lo
suficientemente sobre la fe como acto humano cargado de sentido que juega un
papel destacado en la vida cotidiana de los seres humanos, aun cuando se ocupen
de aquellas actividades que, a veces, equivocadamente, se contraponen a la fe,
como por ejemplo, el estudio de la Ciencia, de la Física. Ciertamente, no
existe estudiante de Física por muy joven y brillante que sea que pueda basar
todas sus conclusiones en replicar todos los experimentos de la Física. Por el
contrario, en la mayoría de los casos tendrá que basarlas en el testimonio
fidedigno de sus profesores de física o de la comunidad científica. Vistas así
las cosas, la fe es un acto humano superlativamente enriquecedor, ya que le
abre al que cree “una nueva parcela de la realidad que de otra forma le sería
inaccesible”. (Valium) Esto es aún más acertado en el caso de la fe religiosa, porque,
como concluye Pieper, “difícilmente podría el hombre hacer algo que fuese tan
lleno de sentido y tan bueno como ‘unirse con el saber de Dios’ mediante la
fe”.

También el CIC al exponer las características de la
fe, explica que la fe es un acto humano preñado de sentido:

La fe es un acto humano

154 Sólo
es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero
no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario
ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios
y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es
contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre
ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como,
por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en
comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad
«presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra
voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en
comunión íntima con Él.

*Todas las citas de Pieper provienen de Pieper, Josef. LAS VIRTUDES
FUNDAMENTALES pp.291-356. Madrid: Rialp,2010.

 

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