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Un Dios cercano, que habita en el corazón de sus hijos

por Pbro. Tomás Trigo
UN DIOS CERCANO

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Muchos conciben a Dios como un ser lejano, indiferente a sus problemas, que un día echó a rodar el mundo y dijo a los hombres: “Ahí os quedáis”. Y ahora está lejos, más allá de las estrellas, sin ocupación conocida, porque, en realidad… ya no lo necesitamos. Piensan que el mundo, una vez creado, se vale por su cuenta. Se puede vivir como si Dios no existiera. El deísmo ha dejado una huella profunda en las mentes, incluso católicas.

Ese modo de pensar no es razonable ni, por tanto, cristiano. La creación necesita que Dios la mantenga continuamente en el ser. «Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza», afirma el Catecismo. Y cita unas palabras del libro de la Sabiduría:

«Amas a todos los seres y no odias nada de lo que hiciste; porque si odiaras algo, no lo hubieras dispuesto. ¿Cómo podría permanecer algo, si Tú no lo quisieras? ¿Cómo podría conservarse algo que Tú no llamaras? Tú perdonas a todos, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida» (Sb 11, 24-26).

Cuando leemos los Evangelios, descubrimos que Dios es un Padre cercano y cariñoso, que nos ha enviado a su Hijo para salvarnos, y al Espíritu Santo, el Paráclito, que significa el Consolador, el Defensor, para que permanezca siempre con nosotros. 

Hemos aprendido desde pequeños que Dios está en el Cielo, en la tierra y en todas partes. Que Jesús está en la Eucaristía. Pero tal vez nos hemos olvidado de que el Espíritu Santo está en nuestra alma en gracia. Y que donde está una de las Personas de la Trinidad, están las otras dos. Sí, Dios está dentro de nosotros. Somos templos de la Santísima Trinidad. Dios no puede estar más cerca:

«Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23). 

«Mira, estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3, 20).

Dios está dentro de la persona que lo ama y guarda su palabra, su voluntad. Y este “estar” es un estar de verdad. Está en nuestra casa, que es la suya. Y nos conoce absolutamente. Sabe todo lo que nos ocupa y preocupa. No está ahí como un espectador indiferente, sino como lo que es, un Padre, un Hermano mayor, un Defensor y Consolador, nuestro gran Amigo: 

«Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. 

Y está como un Padre amoroso –a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos–, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando» (San Josemaría, Camino, n. 267). 

Si Dios está en nosotros, y nosotros estamos en Dios, ¿qué nos puede preocupar? ¿A quién tendremos miedo? ¿Qué o quién nos podrá hacer daño? ¿Qué nos puede faltar?

Tenemos que vivir el consejo de san Agustín: dejar de mirar al exterior y entrar en nuestro corazón, donde está Dios, para hablar con Él y escuchar sus palabras silenciosas que nos llenan de confianza: «Tú eres mi hijo» (Sal 2, 7); «No temas, que te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío» (Is 43, 1).

Si Tú, Señor, habitas en mí, yo habito en Ti, en tu corazón, porque al ser tu hijo, pertenezco a tu familia. Yo en Ti, y Tú en mí. Eres un Dios cercano, un Dios íntimo, un Dios que no te apartas de cada uno de tus hijos en ningún momento. Ayúdame a percibir tu cercanía, ayúdame a sentir tu íntima presencia en mi cuerpo y en mi alma, porque soy el templo en el que Tú habitas y estás a gusto.

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