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Dejar el trabajo para descansar con el dueño de la viña

por Pbro. Tomás Trigo
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Si nosotros estamos en “nuestras” cosas, en “nuestras” preocupaciones, en “nuestro” futuro; si vamos por la vida a toda prisa, con el ansia de llegar a cuantas más cosas mejor, perdemos unas oportunidades estupendas de disfrutar de la presencia del Padre. 

Tal vez Él se esté preguntando: “¿Cuándo se relajará un poco este hijo mío? ¿Cuándo dejará de moverse, de hacer cosas y preocuparse de tonterías, para poder estar conmigo y Yo con él?”

Podemos disfrutar de la presencia de nuestro Padre en todo momento, pero es muy importante que de vez en cuando dejemos a un lado todo lo demás para estar a solas con Él y contarle lo que nos ha pasado, lo que tenemos en la cabeza, y decirle que lo queremos

Hablar con Dios, hacer unos minutos de oración, consiste en dejar el trabajo para ir a sentarnos al lado del dueño de la viña, nuestro Padre, que nos está mirando con una sonrisa. A veces sentimos que es Él quien nos dice: “Deja eso y ven a estar conmigo”. 

Nos sentamos a su lado, tal vez en una iglesia, o en nuestra habitación, o en cualquier lugar donde podamos estar un poco tranquilos. Y quizá no seamos capaces de decirle nada, porque nos puede el cansancio. Pero estamos con Él, y eso le gusta muchísimo. Y si llegamos a dormirnos, podemos imaginar que pone su brazo sobre nuestros hombros, nos acerca a su pecho y sonríe complacido. 

Otras veces, la mayoría, estaremos más despiertos, y seremos capaces de mantener con nuestro Padre una conversación sencilla y confiada, en la que hablaremos del trabajo que estamos realizando, de las personas que llevamos en el corazón, de la Iglesia… ¡De los asuntos que compartimos con Él! Y si alguna preocupación se ha metido en nuestra cabeza, se la contamos, y Él nos dirá: “Tú haz lo que puedas. Lo demás déjalo de mi cuenta”.

Minutos de silencio para hablar, para contarle lo que queramos, darle gracias, pedirle perdón, hacer propósitos de agradarle, pedirle ayuda para sacar adelante lo que nos ha encomendado. Minutos de silencio para escuchar, para que Él nos diga cuál es su voluntad, para percibir su amor por nosotros. Momentos del corazón, en los que a lo mejor Él nos pregunta: “¿Cuánto me quieres?” Y nosotros, extendiendo los brazos hasta que ya no podemos más, le decimos, como a nuestros padres, cuando éramos niños: “Infinito”.

Entonces se entusiasma con su hijo y nos da un abrazo muy fuerte y nos llena de besos.

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