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«El abandono en Dios nos libra del miedo a la opinión»

por Pbro. Tomás Trigo
Dios te queire

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Una gran fuente de inquietudes es la excesiva importancia que damos a la aprobación de los demás.

Cuanta menos riqueza interior, más valor le concedemos a la opinión ajena, y mayor es el miedo a que sea negativa. Nos importa demasiado que piensen bien de nosotros y que nos aprecien. No soportamos las críticas, las murmuraciones, el rechazo o el “ninguneo”.

Hay personas a las que interesa tanto caer bien y ser aceptadas por los demás, que están dispuestas incluso a traicionar sus convicciones y su fe.

La opinión ajena es fuente de inquietudes, porque mantener el “buen concepto” en la mente de los otros no está siempre en nuestro poder. Tenemos miedo a que nos interpreten mal, a que alguien nos critique a nuestras espaldas, a no saber estar a la altura (o bajeza) que se espera de nosotros. Tememos que, en el fondo, nos desprecien, aunque a la cara nos digan lo contrario. 

Estamos continuamente preocupados por guardar las apariencias en el modo de hablar, de actuar y de vestir. Si los demás beben dos copas más de lo normal, nosotros no podemos ser menos. Si los demás utilizan un lenguaje soez, nosotros también, no vaya a ser que nos consideren estrechos. Si los demás están de juerga hasta las 8 de la mañana, ¿cómo nos vamos a ir a casa a las 2? 

Conductas relacionadas con el alcohol, el sexo, la falta de pudor en el modo de vestir y de hablar, tienen aquí su origen: “Si no hago lo que hacen los demás, me rechazan y me quedo solo”. En el fondo, a muchos que siguen esas conductas les gustaría no emborracharse, vivir un noviazgo limpio, vestir con elegancia, ¡porque estamos hecho para el bien!; pero ante los demás se niegan a admitirlo.

La opinión ajena nos esclaviza, porque nos hace actuar de modo irracional; no de acuerdo con lo que pensamos que es verdadero y bueno, sino con las expectativas de los demás. Sustituimos nuestra conciencia por la conciencia de los otros. Parece que vamos preguntándoles: “¿Qué quieres que haga para que pienses y hables bien de mí, para que me aceptes en tu círculo social, para que me admires? Estoy dispuesto a ponerme la máscara que más te guste, a cambio de tus alabanzas”.

El esclavo de la opinión no vive en sí mismo, sino “en la mente de los otros”: es como los demás quieren que sea. No se valora a sí mismo por lo que es, sino por lo que aparenta en la pupila de los que le miran. No vive, es “vivido”.

Y todo esto acaba mal, porque llega un momento en el que nos damos cuenta de que no estamos viviendo libremente, sino como esclavos; que hemos traicionado nuestra conciencia; que quienes nos aplaudían no están a nuestro lado a la hora de la verdad, y los sacrificios que nos ha exigido la buena opinión de los demás no valen para nada. 

¿Cuál es la gran solución para evitar esta esclavitud?: tener en cuenta únicamente la “valoración” de Dios, buscar su “aprecio”, conducir nuestra vida por su “criterio”, pensar sobre todo en “qué pensará Dios”: esto es fuente de paz y de verdadera libertad. 

No se trata de “cambiar” de observador, de vivir de “apariencias” ante Dios. Porque su valoración, su juicio, coincide con lo que de verdad somos. Ante Él no cuentan para nada las apariencias.

Una persona que es querida con todo el cariño de Dios no necesita la gloria vacía que los demás le puedan proporcionar. Está siempre tranquila, porque es siempre querida, valorada y apreciada por su Creador y Padre.

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