Contemplar
Solo el Amor infinito de su Corazón, traducido en voluntad férrea, en esa imperturbable decisión de glorificar al Padre y salvar a los hombres, permitió a Jesús ponerse nuevamente de pie. Interiormente la sensación de abandono persistía idéntica, pero ahora su Rostro había recuperado la firmeza. Ya no temblaba, aunque su alma había sido prensada por el dolor.
Ya sin reproches se acercó a sus discípulos, y pronunció con voz íntegra este pedido que era una orden: “Levántense, vamos, ya se acerca el que me va a entregar”
Todo sucedió con una sorprendente velocidad. Su última palabra fue casi inaudible por el sonido estrepitoso del grupo de soldados que estaba ahí mismo, a pocos pasos, como esperando una señal. Los soldados hicieron silencio y se acercó a Cristo el único Apóstol que no se había adormecido: el Iscariote. Quería parecer seguro, pero ahora era él quien temblaba, y sobre todo evitaba la mirada de su Amigo… Jesús lo buscó de mil formas, le susurró palabras al oído y aún se pudo escuchar que lo llamó “amigo”. Pero Judas consumó su incomprensible traición, y se sumergió de nuevo en la noche.
Y allí estaba el Señor, sólo ante unos soldados que, aún en ventaja y armados, todavía permanecían paralizados. No fueron ellos los que lo prendieron, fue Él quien eligió entregarse, impidiendo que lo defendieran.
Y cuando lo tuvieron, por fin, atado y sometido, ya no dudaron. Al dolor interior del Señor se le comenzó a añadir ahora el dolor provocado por la crueldad humana. Golpes, bofetadas, puntapiés, codazos, empujones, escupitajos, se sucedieron ya casi sin pausa hasta llegar al Palacio de Anás. Su cabello estaba ahora sucio, polvoriento y desordenado; su cara comenzó a deformarse por los golpes, a tal punto que ya sólo con dificultad podía ver. Sus rodillas y codos comenzaron a sangrar, su nariz, su frente.
Lo más impresionante era su silencio. No se quejaba, no se defendía, no acusaba… “Como oveja muda ante el que la esquila…”, así recibió todos los ultrajes. Era la hora de sus enemigos y del Poder de las tinieblas y, a la vez, misteriosamente, la hora de su glorificación. Lo llevaron de un lado al otro, lo humillaron de todas las formas posibles. Fue juzgado injustamente y sólo abrió la boca para decir las palabras que acabarían por decidir su muerte: “Verán al Hijo del hombre bajar del Cielo, y sentarse a la diestra del todopoderoso”.
Del tribunal de Anás y Caifás fue llevado ante Pilato, y también al de Herodes. Con sumisión y docilidad obediente, resistía en pie a pesar de todo. Su mirada se posaba sobre aquellos que lo torturaban, como intentando llamar a sus puertas. Algunos se enfurecían y se ponían aún más violentos. Otros, ante el misterio de sus ojos infinitamente mansos, no soportaban y huían, como encandilados por tanta bondad en medio de esa noche. Pedro, su amigo, juró y recontra juró no conocerlo, pero el Señor logró que sus miradas se encontrasen. ¡Si hubieras visto llorar al fuerte Simón, caído en la cuenta de su traición!
Pilato era en medio de aquella inicua conspiración el que más claramente veía su inocencia y el único con autoridad para liberarlo. Una verdadera batalla interior se libró en el alma de aquel hombre, incapaz, sin embargo, de definirse claramente por la justicia. Todas sus posibles soluciones eran erróneas, pero intentó una más benévola: hacer azotar a Jesús para que la multitud se compadeciera de Él.
Es imposible describir aquel momento. María había conseguido reencontrarse con Juan luego del prendimiento, y llegó al lugar en el momento exacto. Allí lo contempló, desnudo y con su rostro ya hinchado, agotado y ya hambriento, atado a la columna como el más infame malhechor. Cada golpe iba debilitando más y más su Cuerpo, desgarrando la piel, penetrando en sus carnes, llegando a fracturar algunas de sus costillas. Se caía y se volvía a levantar, intentando girar la cabeza para encontrar la mirada de sus verdugos, sin lograrlo. Ni un solo quejido, ni un solo grito brotaron de sus labios. El suelo era ya un charco de Sangre, pero los verdugos no parecían dispuestos a detenerse. María contemplaba todo también en silencio, bañada en lágrimas. Por momentos quería huir o taparse el rostro para no ver, pero algo le decía que Ella también estaba implicada. Que su sufrimiento también era parte del drama que ocurría.
Los soldados agotaron sus fuerzas, golpeando a Jesús hasta quedar exhaustos, dejándolo tendido boca arriba, con su pecho igualmente lastimado. No había en su cuerpo un solo lugar sano. Era una llaga viviente.
En ese momento, en ese preciso instante, Jesús pensó en ti.