Contemplar
«Vayan a prepararnos lo necesario para la comida pascual», dijo Jesús a Pedro y a Juan. Les indicó con precisión cómo reconocer el lugar para hacerlo ese año, como si estuviera planeando esa comida desde siempre.
Obedecieron cada pequeña indicación, y cuando llegaron al piso alto, se encontraron una sorpresa: su Madre estaba allí. No se quedaría a la cena, que intuía Jesús quería compartir –por un misterioso motivo- sólo con ellos. Pero luego de saludarlos entre alegre y solemne, comenzó a arreglar cada pequeño detalle. Sabía cómo amaba Jesús esa cena, memoria de la antigua pascua, y procuró que todo estuviera perfecto, como a Él le gustaba. Lugares, objetos, aromas, colores, todo debía estar a la altura de ese momento. María intuía que esa Hora anunciada en Caná había llegado. Preparó con especial esmero –ante la atenta mirada de Pedro y Juan- el Pan, el Vino, y una jarra con agua junto a un recipiente…
Toda la cena estuvo envuelta en un clima especial. Un clima que era a la vez de despedida, de alegría y de tristeza, pero sobre todo, percibieron en Jesús como nunca antes la infinitud de su Amor.
Amor que se expresó de modo inesperado cuando al inicio, con gesto delicado, se puso de pie, se ciñó la túnica, tomó la jarra y el recipiente, y comenzó, lentamente, a lavarle los pies. Uno a uno, sin decir palabra, con cariño inocultable, con ternura, en un silencio que lo decía todo. Los lavaba y los besaba, poniendo en ese acto todo su ser, con la clara intención de que ellos no perdieran detalle… Los discípulos no salían de su asombro ni podían evitar las lágrimas, las primeras que derramarían en esa larga, larga noche. Lágrimas de emoción, recordando de dónde habían sido sacados por aquel que ahora se comportaba como su esclavo, y de su anterior vida de pecado… Sólo uno de ellos permanecía frío, lejano y como insensible ante ese gesto. A sus pies, Jesús se detuvo especialmente, dedicándole una prolongada mirada a los ojos…
Al volver a la mesa, los sorprendió al decir temblando palabras que los dejaron aterrados: uno de ellos lo iba a entregar. ¿Cómo podía ser posible? ¿Quién se atrevería? ¿Cómo podían coexistir en ese pequeño lugar el máximo amor y la máxima traición? Lo cierto es que Judas salió casi sin que se dieran cuenta, y entonces, el corazón del Maestro se abrió de par en par.
Se abrió en palabras que parecían contenidas allí desde el inicio, pero que sólo en esta noche quiso decir, al calor de la Pascua que se avecinaba. Les habló del Amor y del dolor, de su partida y su retorno, de las persecuciones y del odio del mundo… Les dejó un mandamiento que allí –y desde allí- parece siempre imposible: “amar como Él”. ¿Quién podría? ¿Cómo hacerlo? Las palabras fluían nítidas y armoniosas, como si fuera entonces la última sinfonía que llegaría a ejecutar, una síntesis perfecta de todo su mensaje, alternando la alegría y la preocupación en sus gestos y expresiones.
Se abrió su corazón, sobre todo, cuando en medio de su discurso, intercalado entre oraciones al Padre y recomendaciones de padre, entre la metáfora del parto y la vid y los sarmientos, allí, poco después de llamarlos “amigos”, tomó el Pan.
Todos pensaron que simplemente seguiría la conocida estructura ritual de la Cena, pero no. Era otra cosa, algo diferente. Los tres que habían subido al Tabor vieron en sus ojos algo del resplandor de aquella vez, y en sus manos algo del poder del día de la multiplicación. Pero su voz tenía y parecía un eco de la voz creadora que, en el origen, dijo: “Que exista la luz”. Y partió ese pan y luego compartió esa copa.
“Esto es mi Cuerpo”, “este es el cáliz de mi Sangre”, pronunció con un atisbo de emoción y con la seriedad de la muerte. Y recordaron aquella mañana en Cafarnaúm, cuando los judíos habían decidido matarlo… Ellos estaban allí, sus corazones todavía eran duros, y sin embargo, creyeron, o intentaron creer. Sólo tiempo después dimensionarían lo que acababa de ocurrir.
Cuando comieron el Pan y bebieron de la Copa, sintieron que un espacio interior desconocido, un espacio que hasta entonces había estado vacío, como en espera, quedaba completo y saciado. Una nueva presencia habitaba en su interior. Una nueva misión se abría ante su mirada, sobre todo cuando lo escucharon decir: “hagan esto en memoria mía”. Su rostro irradiaba entonces Amor, sólo Amor, perfecto y eterno Amor.
La Nueva Alianza, la celebración de las Bodas que en Caná habían comenzado, estaban a punto de entrar en su momento crucial. El Esposo estaba ya preparado para consumar ese Pacto perpetuo y eterno de Amor de Dios con la humanidad.