Contemplar
Cuando todavía estaba oscuro, alguien golpeó la puerta con violencia. Simón despertó sobresaltado: ¿serían los judíos? ¿Tan rápido pondrían manos a la obra para acabar con ellos? Por ese temor justamente habían asegurado las puertas y ventanas con dobles cerrojos.
Pero las voces que se oían eran voces femeninas, voces familiares. Ya más despierto, pudo distinguir la de María, mujer de Cleofás, y la otra María. Su solo recuerdo traía tristeza al corazón apasionado de Simón: ellas habían sido capaces de ir hasta la Cruz, cuando él…
¿Qué buscarían a esta hora? ¿Acaso habrían recibido amenazas? Los demás discípulos dormían en el Cenáculo casi todos, vencidos por el sueño luego de haber estado discutiendo casi hasta el alba sobre cómo continuar. Hubo prolongados silencios, hubo reproches intensos, hubo –como casi siempre- discusiones sobre quién tenía razón y quién era el más importante. Lo novedoso era que Pedro ya casi no hablaba. Sus ojos se habían convertido en esos días como en una fuente de la cual incesantemente brotaban lágrimas de arrepentimiento y dolor. Esto lo avergonzaba profundamente, pero no se ocultaba.
Ahora estaba junto a la puerta e hizo señas a las mujeres que hablaran bajo para no despertar al resto, pero no hubo caso. Estaban fuera de sí, entre nerviosas y exultantes. Una vez adentro, y lejos de las miradas de extraños, gritaron: “¡El Sepulcro está vacío!” “¡No está ahí!” “¡Lo vimos, ha resucitado!”
Simón entró en estado de shock. Recordó todas las veces en que el Maestro había dicho “al tercer día… resucitaré”. Recordaba su recomendación al bajar del tabor, y la parábola del grano de trigo que debe morir para dar fruto, y lo que les dijo tan solo hacía cuatro días, sobre la mujer que da a luz, que sufre y goza. Pero todos esos recuerdos estaban en su corazón como sepultados bajo una pesadísima piedra, más grande y pesada que la que había cerrado su sepultura: él había visto su cuerpo destrozado, él había escuchado desde lejos cómo Jesús llamó a Dios desde la Cruz, y nada había sucedido… ¿…o tal vez sería que…?
“Yo voy”, le dijo secamente Juan, sacándolo del mundo de sus pensamientos. El discípulo amado ya estaba vestido y calzado, pero esperó a Simón. Las mujeres se quedaron allí, y comenzaron a hablar con los demás, que permanecían escépticos aún.
Simón y Juan salieron corriendo. No era tanta la distancia y la ciudad santa estaba vacía tan temprano luego de la celebración pascual. Mientras corrían por aquellas callejuelas, Simón fue rememorando todo: la oración en el Huerto, el prendimiento, los juicios y su negación, los azotes, la multitud pidiendo a Barrabás y luego su muerte, la corona de espinas, la cruz, y aquellas largas tres horas en que permaneció colgado. ¡Cómo hubiera deseado acercarse! Pero no se atrevió, no era digno de estar allí, ni de estar cerca de su Madre. Llevaba grabada aún su última mirada, la que lo rescató de su traición. ¿Volvería a verlo? ¿Podía ser verdad?
Juan era más joven y se adelantó unos 50 metros. No había rastros de los soldados, que parecían haber sido relevados de su tarea. Juan no pudo llegar corriendo hasta el sepulcro: al ver que la piedra había sido corrida, cayó de rodillas, y luego con el rostro en tierra. Lo mismo hizo Simón, segundos después, sin pensar… El corazón parecía que iba a salírsele del pecho, el sudor lo empapaba por completo, las manos le temblaban. Lentamente, con reverente temor, se acercó al sepulcro, y entró… ¡No estaba! ¡No estaba Jesús! Sólo las vendas y el sudario, cuidadosamente doblado. El lugar emanaba un calor inexplicable y un aroma exquisito, como si toda la primavera hubiera explotado allí, como si aquel sitio antes frío y oscuro estuviera recién salido de las manos del Creador.
No obstante, una fuerte lucha interior se desencadenó en su alma. ¿No lo habría robado alguien? ¿No era posible que se lo hubieran llevado, con intención de acusarlos a ellos y luego ajusticiarlos? Su razón humana y su aún débil fe se debatían a duelo, como la vida y la muerte hacía instantes, en aquel Jardín primordial. Cuando miró hacia atrás, Juan había caído rostro en tierra. Él no dudaba: repetía en voz baja: “Señor mío, y Dios mío… digno es el Cordero degollado de recibir el honor y la gloria”
Pedro le ordenó que se fuera a avisar a los demás. Estaba demasiado agitado y agotado para volver corriendo. Miró con atención todos los detalles del lugar, exploró cada rincón, pasó su mano sobre aquellas vendas y las llevó contra su pecho, hasta que una mano se posó sobre su hombro derecho…
“Simón, hijo de Juan…” le dijo Jesús. Pedro puso su mano izquierda sobre la de Jesús, como queriendo comprobar si era real, si no era aquello una cruel trampa de su imaginación. Su mano tocó la del Señor y hasta pudo palpar el hueco del clavo. No se atrevió a mirarlo, no podía, no se sentía digno. Pero su voz era inconfundible: “Simón, hijo de Juan”, como aquella vez junto al Jordán. Él le dijo: “Apártate de mí, porque soy un pecador… no merezco ser llamado amigo tuyo… trátame como a unos de tus servidores” Pero Jesús le dijo simplemente, una vez más “Yo he rogado por ti… vuelve, y confirma a tus hermanos”
Pedro se armó de coraje y levantó la cabeza, hasta encontrarse con su mirada. No había en esos Ojos ningún reproche, ni ansias de castigar ni de pedir cuentas, ni rastros de tristeza. Sus ojos eran ahora como un manantial de paz y esperanza. Pedro dijo suavemente: “yo estaba muerto y he vuelto la vida, estaba perdido y he sido encontrado” Y entonces el Señor lo hizo poner de pie, y tomándolo fijamente de los hombros le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Pedro le dijo seguro: “Sí, Señor, tú lo sabes todo, sabes que te quiero”. Y Jesús desapareció de su vista.
Pedro salió afuera. El Sol ya brillaba en el firmamento. Sus lágrimas, sus abundantes lágrimas, eran ahora de emoción. El verdor del Jardín, el canto de las aves, el azul del Cielo, todo parecía nuevo. Había vuelto a nacer, él y el Universo.