Contemplar
Toda la humanidad de Jesús era transparencia del Padre y tenía un poder cautivador. Su forma de caminar, su manera de abrazar a los niños o de imponer las manos a los enfermos, el timbre de su voz, sus manos que hablaban continuamente…
Pero su Rostro era absolutamente singular. Su Rostro superaba todo. Ejercía un poder de fascinación irresistible a cualquiera que se atreviera a mirarlo fijamente. La frente amplia y libre, su ceño viril y expresivo, su nariz recia, sus ojos elocuentes y profundos, su boca en la multiplicidad de sus gestos.
Su Rostro había permanecido intacto en su esencia desde aquella medianoche en que María y José lo vieron por primera vez, y había ido adquiriendo una mezcla de madurez y juventud únicas. El sol ardiente y el viento, en la experiencia del trabajo y las largas caminatas al aire libre, lo habían bronceado, dándole aún más armonía. No había perdido jamás ni una pizca de inocencia infantil, ni siquiera al hacerse cada vez más evidente su eterna sabiduría.
La noche anterior había avisado al grupo de los Doce que al amanecer iría al monte acompañado sólo por tres. Sin decirles el motivo ni explicarles el para qué, bien temprano se preparó y salieron, presurosos. Desde aquel día en que lo había llamado Cefas y Satanás, Simón era más prudente al preguntar, e intentaba observar y esperar. La claridad con que había aceptado su profesión de Fe “Tú eres el Hijo de Dios” no parecía poder coexistir con su anuncio: “sufriré mucho, me matarán”. No entendía, sobre todo, eso de “resucitar al tercer día”.
Subieron en silencio, al más elevado de todos los montes galileos. Jesús parecía tener prisa. Por momentos parecía preocupado, y en otros, ansioso. Llegaron a la cumbre a media mañana, ayudados por las oportunas nubes que atenuaban el impacto del calor, y Él, sin previo aviso, cayó de rodillas y comenzó a orar.
Y sucedió lo inesperado. Ese Rostro que les era tan familiar y que no se cansaban de mirar comenzó a resplandecer más brillante que el Sol, al punto de encandilarlos y obligarlos a cubrirse la cara. También sus cabellos y vestiduras emanaban tanta claridad que jamás antes habían podido siquiera imaginar. Pero los ojos de los discípulos se habituaron a esa claridad, como si en realidad esa fuera la luz para la que habían sido creados. Era la infinita belleza, la infinita armonía, la infinita alegría, todas condensadas allí.
Y contemplaron atónitos como el Señor estaba acompañado por Moisés y Elías, también envueltos en un resplandor. Los escucharon dialogar sobre aquello mismo que aún no comprendían: que el Hijo del Hombre debía padecer para luego ser glorificado. Las Escrituras aparecían una y otra vez en ese diálogo que exploraba los secretos más íntimos de la historia, revelando ante sus ojos que era necesario que el Mesías padeciera… La paz que allí encontraron llevó a Simón a atreverse a hablar nuevamente: “Señor, ¡qué bien estamos aquí…!”
Su pedido fue interrumpido por aquella misma voz que habían escuchado de lejos en el Jordán, al principio de todo. Resonó mientras una nube luminosa, diferente a todas las que antes habían podido ver, los cubría por completo, llenándolos de temor reverencial y haciéndolos caer en tierra. Esta vez oyeron la Voz completamente nítida, inconfundible, como un eco celestial de lo que días antes había expresado Simón: “Este es mi Hijo muy querido. Escúchenlo…”
Y permanecieron allí, postrados, adorando en silencio. La pesca milagrosa, la multiplicación de los panes, la tempestad calmada, la resurrección de la hija de Jairo, la autoridad de su enseñanza, la seguridad con que hablaba del futuro… todo se aclaraba ahora. Yahvé había hablado nuevamente desde la cumbre del monte. Ellos habían visto aquel Rostro que saciaba toda su sed… ¿qué más podían pedir o esperar?
Pero Él se acercó y los tocó, casi como hacía cada mañana al llamarlos para desayunar. Su Rostro ya no resplandecía. No podían quedarse allí.
Había que volver y caminar… Jerusalén los esperaba. En otro monte comprenderían algo de su Misterio que aún les era esquivo.
Pero el recuerdo de ese Rostro no los abandonaría jamás.