Doctor de la Iglesia, traductor de la Santa Biblia, padre de las ciencias bíblicas y presbítero.
Jerónimo nació en Estridón alrededor del año 347 en el seno de una familia cristiana. Su padre se esmeró en que tuviera una buena formación en temas de religión, letras y ciencias enviándolo a estudiar a Roma. Aunque en su juventud llegó a dominar el latín y el griego y ganó grandes habilidades en oratoria, sus costumbres se volcaron a la vida mundana, olvidando las virtudes cristianas que había aprendido en su infancia, aunque conservando su deseo por seguir a Cristo en el fondo de su corazón.
En el año 366 Jerónimo recibió el bautismo. A partir de ese momento, nuestro santo comenzó a experimentar una vida ascética. Luego de vivir algunos años en Roma, alrededor del año 370, se trasladó a Aquileya donde se unió a un grupo de cristianos fervorosos que se reunían en compañía del obispo Valeriano. Jerónimo hablaba de este grupo como un “coro de bienaventurados”.
Estando en Aquilea, Jerónimo conoció a Evagrio, un reconocido y virtuoso sacerdote de Antioquía. Esto despertó en el santo tanto interés por el Oriente que partió hacia el desierto de Calcis, al sur de Alepo, donde vivió como eremita y se dedicó al estudio del griego y del hebrero, transcribió códices y obras patrísticas y se sumergió en la meditación de la Palabra de Dios.
En este tiempo de soledad, donde Jerónimo se vio expuesto a grandes tentaciones y su salud pasó por numerosas pruebas, el santo pudo sentir en su corazón el peso de haber vivido su juventud con una mentalidad pagana, alejado de las virtudes cristianas. En una carta dirigida a Santa Eustoquio, Jerónimo relata que, en el delirio de su fiebre, tuvo un sueño en el que se vio ante el trono de Jesucristo para ser juzgado y que al preguntársele quién era, respondió que un cristiano, pero recibió de respuesta «¡Mientes!», y que le replicaron «Tú eres un ciceroniano, puesto que donde tienes tu tesoro está también tu corazón». Jerónimo le escribió a la santa: «En el rincón remoto de un árido y salvaje desierto, quemado por el calor de un sol tan despiadado que asusta hasta a los monjes que allá viven, a mí me parecía encontrarme en medio de los deleites y las muchedumbres de Roma… En aquel exilio y prisión a los que, por temor al infierno, yo me condené voluntariamente, sin más compañía que la de los escorpiones y las bestias salvajes, muchas veces me imaginé que contemplaba las danzas de las bailarinas romanas, como si hubiese estado frente a ellas. Tenía el rostro escuálido por el ayuno y, sin embargo, mi voluntad sentía los ataques del deseo; en mi cuerpo frío y en mi carne enjuta, que parecía muerta antes de morir, la pasión tenía aún vida. A solas con aquel enemigo, me arrojé en espíritu a los pies de Jesús, los bañé con mis lágrimas y, al fin, pude domar mi carne con los ayunos durante semanas enteras. No me avergüenzo al revelar mis tentaciones, pero sí lamento que ya no sea yo ahora lo que entonces fui. Con mucha frecuencia velaba del ocaso al alba entre llantos y golpes en el pecho, hasta que volvía la calma».
Luego de su paso por el desierto, Jerónimo recibió la ordenación y se trasladó a Constantinopla donde se dedicó a estudiar las Santas Escrituras bajo la dirección de San Gregorio Nacianceno. En el año 382, luego de que San Gregorio abandonara Constantinopla, Jerónimo se trasladó a Roma.
En Roma, el Papa San Dámaso, quien conocía la fama de asceta y la extensa formación de Jerónimo, lo tomó como su secretario y consejero y le encomendó la traducción latina de los textos bíblicos. Durante este período, el santo dividía su tiempo entre la tarea de traducción y el acompañamiento espiritual de un grupo de mujeres nobles a quienes las introdujo en la vida asceta, el conocimiento de las Sagradas Escrituras y el estudio del griego y el hebreo.
A la traducción realizada por San Jerónimo se la conoce como Vulgata. En ella están incluidos los Evangelios, el salterio y gran parte del Antiguo Testamento. El santo respetó hasta el orden de las palabras escritas en el idioma original puesto que, como dijo él “incluso el orden de las palabras es un misterio”. San Jerónimo comprendía el infinito valor de los textos sagrados y solía decir: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”.
Cuando en el año 385 murió el Papa San Dámaso, Jerónimo peregrinó a Tierra Santa y, luego a Egipto. En el año 386, el santo se trasladó a Belén, donde permaneció hasta su muerte. Allí se dedicó a defender la fe contra las herejías de manera fervorosa, enseñar a los jóvenes y acoger a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. El santo también realizó comentarios de los textos bíblicos, escribió biografías de santos y su importante obra Epistolario, donde puso de manifiesto las características de un hombre asceta, culto y guía de las almas. Luego de muchos años de intenso trabajo, el 30 de septiembre del año 419/420, Jerónimo exhaló su último suspiro en su celda junto a la gruta de la Natividad.
En el día que lo celebramos, le rogamos a San Jerónimo que interceda ante Dios por toda la humanidad para que sintamos su mismo amor por las Sagradas Escrituras, porque hasta el Cielo no paramos.