«No soy más que un modesto instrumento de la Providencia…»
Venerable Marcello Candia. Gran ejemplo para todos nosotros de cómo vivir la santidad en lo sencillo de cada día.
El papa Francisco nos invita, a ver en el otro un don. Sobre todo en el otro pobre y necesitado. Hoy quiero compartir con vosotros la vida del venerable Marcello Candia (inspirada en la Carta Espiritual de la Abadía de san José de Clairval: http://www.clairval.com), que ilustra muy bien las palabras del Papa en su mensaje.
Marcello Candia nace en 1916 en Portici (Campania, Italia), tercero de cinco hijos. Su padre, Camillo, es industrial y ha fundado en Milán, y después en Nápoles, Pisa y Aquilea, una serie de fábricas de ácido carbónico. Marcello aprende de su madre, Luigia Bice Mussato, los primeros rudimentos de la fe. Es una mujer culta y dotada de grandes cualidades humanas, que se consagra por entero a los suyos así como a los pobres mediante obras caritativas, en especial en la Sociedad de San Vicente de Paúl. Marcello acompaña con gusto a su madre, con quien visita a los pobres, pero pasando previamente por una iglesia para encontrar a Jesús en la Eucaristía. En su corazón se desarrolla una verdadera pasión por los desheredados y los que sufren, lo que representará la principal orientación de su vida. A partir de los doce años de edad, ayuda a los pobres capuchinos de la vía Piave de Roma a distribuir sopa a los pobres.
La profunda devoción de Marcello impresiona a sus allegados, que le acusan de llevar una «doble vida», pues se muestra, por una parte, como un joven rico, elegante y seductor, alumno brillante y buen compañero, mientras que, por otra parte, todos constatan que se halla inmerso en un incesante diálogo con Dios. En 1939, Marcello obtiene el doctorado en química. A principios de la Segunda Guerra Mundial, ocupa por un tiempo un puesto de químico en una fábrica de explosivos, siendo luego desmovilizado. Prosigue entonces sus estudios, trabajando profesionalmente con su padre. En 1943, obtiene los doctorados en biología y en farmacia. Durante esos tiempos de guerra, participa en la resistencia contra el ocupante alemán, poniendo en riesgo varias veces su libertad e incluso su vida, y se compromete con los padres capuchinos en la ayuda a los judíos amenazados de deportación. Al final de la guerra, asiste a los deportados y prisioneros que regresan al país, en gran parte asumiendo él los gastos.
Con objeto de poder dedicar todo su tiempo a aliviar los sufrimientos de los demás, Marcello renuncia a casarse. Se lanza a ayudar a las misiones, primeramente mediante el envío de medicamentos a países pobres y fundando la revista titulada La Misión. Junto a monseñor J. B. Montini, el futuro papa Pablo VI, por entonces arzobispo de Milán, funda un colegio para los estudiantes sacerdotes procedentes de ultramar. Participa igualmente en la fundación de varias obras y asociaciones en favor de las misiones.
En 1950, a sus treinta y cuatro años de edad, Marcello hereda la empresa de su padre. Poco a poco madura en él la idea de abandonarlo todo para convertirse en misionero laico a tiempo completo. Sin embargo, para realizarla deberá esperar al año 1961, pues su presencia en las fábricas es útil, incluso necesaria, con motivo de la difícil situación de los obreros durante el período de la postguerra.
En 1955, la explosión accidental de un depósito de 60.000 litros de ácido carbónico en estado líquido mata a dos personas y destruye una fábrica que acaba de ser completamente renovada. Marcello ve en ese accidente un obstáculo para emprender su proyecto de abandonarlo todo. Ayuda de su bolsillo a las dos familias de las víctimas y asume la reconstrucción y las entregas, a fin de que ningún obrero o cliente se vea perjudicado por el desastre. No obstante, se interesa especialmente por los pobres de Brasil, tras conocer al padre Alberto Beretta, capuchino, hermano de santa Gianna Beretta Molla, que se preparaba para partir hacia Brasil. En 1957, Marcello realiza su primera visita a Macapá, al norte del delta del Amazonas. Esa pequeña ciudad cuenta entonces con 18.000 habitantes, parte de los cuales viven en la miseria, sin ninguna asistencia material ni espiritual. Con el obispo de la diócesis, monseñor Aristide Pirovano, de las Misiones Extranjeras de Milán, estudia los problemas locales. Manda construir una hermosa iglesia para la parroquia de San Benito, y luego le llega la inspiración para edificar un vasto hospital, desproporcionado con respecto a la talla de la ciudad en aquel momento. El futuro le dará la razón, pues la población supera en la actualidad los 436.000 habitantes (2015). El centro, previsto para 150 camas, incluirá también una leprosería.
Marcello comienza las obras en 1961, con el dinero procedente de la venta de las fábricas heredadas de su padre. En 1965, al día siguiente de una audiencia privada que les ha concedido el beato Pablo VI, el prelado entrega a Marcello la cruz de misionero. En junio de ese mismo año, se instala en Macapá. Su cambio de vida es radical: de una vida cómoda, pasa a una vida pobre en medio de los pobres. En un auténtico proceso de fe, lo abandona todo por Dios y responde a los que le ponen objeciones que «no solamente hay que dar a los pobres ayuda económica. Debemos compartir su vida en la medida de lo posible. Me resulta demasiado fácil permanecer aquí en medio de una vida apacible y confortable, y luego decir que envío allá lo superfluo. Soy llamado a vivir con ellos».
No obstante, Marcello se expone a incomprensiones y contradicciones en los propios ambientes misioneros, lo que le afecta grandemente. En ausencia de monseñor Pirovano, Marcello se siente aislado espiritualmente. La administración, influenciada por la desconfianza, le rechaza los permisos necesarios. Varios años después, cuando su perseverancia le consiga un mínimo de benevolencia, un funcionario dirá acerca de él: «Hace ya años que estudio a ese Candia y no consigo entenderlo. Debe de estar algo loco, aunque parece cuerdo». El aprendizaje de la pobreza le cuesta muchos esfuerzos, pues debe aceptar las privaciones de comodidad, el alimento de los pobres o la promiscuidad con gente inculta en locales miserables. Uno de sus amigos italianos cuenta lo siguiente: «Candia era dinámico, seguro de sí mismo, acostumbrado a mandar y a hablar como patrón…, pero cada vez que regresaba de Amazonia lo encontraba cambiado. Se daba cuenta de que necesitaba la ayuda de los demás para llevar a cabo sus grandes proyectos, cosa a la que no estaba acostumbrado». Efectivamente, Marcello era testarudo por naturaleza, impaciente, perfeccionista, exigente en exceso y persuadido de tener siempre razón. Sin embargo, su espíritu misionero y su dedicación le ayudan a corregir poco a poco esos defectos.
En 1967, sufre un infarto y su salud empieza a decaer. Sin embargo, tras recuperarse prosigue valerosamente con su trabajo. En 1969, se inaugura el hospital de Macapá, que dispone en un principio de un servicio de pediatría y, algunos meses después, de un centro de investigación sobre las enfermedades tropicales, con especial atención a la lepra, así como de un centro social y otro de acogida. Marcello lo ha ideado todo, financiado casi solo y realizado contra viento y marea. No obstante, la intuición inicial se la debe al cardenal Montini: «Si funda un hospital en Brasil, hágalo realmente brasileño. Evite cualquier forma de paternalismo, no imponga sus ideas a los demás, incluso si es con las mejores intenciones. Haga el hospital no solamente para los brasileños sino con los brasileños, y propóngase como objetivo final no ser ya necesario. Cuando llegue el momento en que se sienta inútil porque el centro pueda funcionar sin usted, entonces podrá decirse que habrá realizado una verdadera obra de solidaridad humana». El cardenal le había recomendado igualmente construir un hospital escuela, ya que, en los países donde hay misiones, es importante curar a los enfermos, pero es más importante aún enseñar seriamente cómo curarlos. Y había añadido: «Debe ser un centro que no rechace nunca a nadie». Marcello aplica con gran precisión esa recomendación, estableciendo que el personal del hospital no preguntará jamás a un paciente, en el momento de la admisión, si está en condiciones de asumir los gastos.
En su calidad de industrial, Marcello tiene la costumbre de llevar y de hacer que se lleve una contabilidad rigurosa, pero en las obras de Dios hay que ir, a veces, más lejos: «Poco a poco -dirá-, me di cuenta de que, cuando se trataba de Dios, había que aplicar una lógica diferente. Las cuentas salen enseguida, pues los enfermos que pueden pagar sus cuidados son aproximadamente uno de cada diez, y aquellos que están asegurados en una mutua suponen el 40%. Los demás no pueden aportar nada más que a sí mismos para ser curados. De ese modo aprendí que un hospital para los pobres, para funcionar bien, debía tener siempre déficit… Os resultará difícil comprender lo que supuso para mí entrar en esa lógica… Y cuando se agotaron mis fondos, empezaron a llegar las aportaciones de mis amigos, de los obreros de las fábricas que me pertenecieron, etc.».
A pesar de la numerosa oposición que encuentra, Marcello es alabado y aplaudido ya en vida. En 1975, un periódico brasileño de gran difusión le dedica un largo artículo titulado «El mejor hombre de Brasil». Ante tales cumplidos, él responde: «Para mí, no soy nadie; no soy más que un modesto instrumento de la Providencia… No soy yo quien ha dado algo, sino que son los pobres quienes me dan… Quien ha recibido mucho de la vida, debe dar mucho». Ese mismo año, en consideración a lo que le había dicho el cardenal Montini, Marcello decide confiar la obra a los Religiosos Hospitalarios Camilianos. Al respecto afirmará: «No es cristiano buscarse a sí mismo en una obra, sino que hay que realizarse en Dios… Doy gracias al Señor por haber podido empezar la obra con los medios que me dio, pero después tenía que considerarme inútil. Era también necesario que quienes han venido después de mí pudieran contribuir con su iniciativa… Así pues, me he retirado, y ahora me contento con buscar dinero para que puedan continuar la tarea».
La causa de los leprosos siempre conmovió su corazón. A partir de 1967, organizó para ellos la leprosería de Marituba, perdida en la selva virgen a 400 km al sur de Macapá. La colonia estaba formada por un millar de enfermos que sobrevivían en unas condiciones más que miserables, donde la solidaridad y la higiene eran desconocidas. Marcello establece un centro urbano con casas individuales, agua corriente, drenaje mediante alcantarillas, dispensario, centro social gestionado por los propios enfermos, etc. También se fundan otras leproserías y centros de oración en otras localidades (dos de ellos carmelitas, donde gusta acudir a rezar cada día…). En 1980, el papa Juan Pablo II visitará sus obras, que le causarán gran impresión y le llevarán a erigir la fundación «Doctor Marcello Candia». Es una gran alegría para todos los colaboradores de Marcello, pero éste lamenta que hayan puesto su nombre a la Fundación.
En 1983, regresa a Milán gravemente enfermo. Desde 1967, ha padecido cuatro crisis cardíacas, pero lo vence un cáncer de piel con metástasis en el hígado, falleciendo el 31 de agosto. El 9 de julio de 2014, el Papa Francisco reconoció la heroicidad de sus virtudes, concediéndole por ello el título de «venerable». Su proceso de beatificación está en curso.
Preciosa vida, gran ejemplo para todos nosotros de cómo vivir la santidad en lo sencillo de cada día. ¡Ojalá el Señor tenga a bien agregarle pronto al número de sus santos! Que el venerable Marcello Candia nos conceda la Gracia de seguir a Cristo consagrándonos a aliviar a aquellos y aquellas que sufren, teniendo siempre presente que «la primera pobreza de los pueblos es no conocer a Cristo» (Madre Teresa de Calcuta)
Más información: http://www.fondazionecandia.org/
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