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Sabios ciegos y niños sabios

por Pbro. Tomás Trigo
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 Lo que yo no entiendo es un misterio, y los misterios no tienen sentido. Y no admito que haya una sabiduría superior a la mía a la que tenga que someterme, porque eso es indigno del ser humano. 

Esta actitud queda reflejada de modo brutal en una carta de Heinrich Kerler a Max Scheler: «Incluso si se pudiese probar matemáticamente la existencia de Dios, no quiero que exista, porque me limitaría en mi grandeza».

Quien se pone a sí mismo en el lugar de Dios no puede admitir el misterio del sufrimiento; quiere entenderlo, pero no puede, y concluye que es absurdo. Y si se le dice que confíe en Dios, porque Él sabe más que nosotros, se niega a aceptarlo. No quiere humillarse. Se rebela contra Él o lo juzga cruel y despiadado, o lo niega. La soberbia ciega los ojos del alma.

No podemos tomarnos a la ligera estas palabras del Señor:

«En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como este niño, ese es el mayor en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 3-4). 

No se trata de un “consejo” más o menos interesante, sino de una condición imprescindible para entrar en el Reino de los Cielos. Si no nos hacemos como niños, no es que resulte más difícil entrar, es que no entraremos.

Por eso afirma san Agustín que lo más esencial de la religión de Jesucristo es, primero, la humildad; segundo, la humildad; y tercero, la humildad (cf. Cartas, 118, 22). 

El que se hace como niño, el que se humilla, entiende. Y el que no se humilla no entiende. Los que hacen de su razón el criterio de la verdad, se quedan ciegos; los niños, en cambio, reciben la sabiduría divina y ven con los ojos de Dios.

«En aquel mismo momento, se llenó de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien”» (Lc 10, 21).

Señor, te pido que me hagas niño pequeño en tus brazos, que yo confíe totalmente en tu sabiduría y en tu amor, aunque no entienda. Ante el dolor, el sufrimiento y la muerte, que no comprendo, admito que mi inteligencia es limitada, porque es la de un niño, y que debo confiar totalmente en tu providencia, porque Tú eres bueno y solo quieres mi bien.

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