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Cervantes y las virtudes humanas y cristianas

por Egberto Bermúdez
Cervantes

Aunque existen pocos indicios de la formación religiosa y moral de Cervantes en su juventud, parece que frecuentó un colegio de jesuitas en Valladolid o en Sevilla y se sabe con certeza que estudió con el humanista Juan López de Hoyos en Madrid.

En el Quijote se menciona una serie de autores a los que probablemente leyó, entre los que se encuentran el agustino Cristóbal de Fonseca (Tratado del amor de Dios, Salamanca 1592), el dominico Felipe de Meneses (Luz del alma, Valladolid 1554), Francisco de Osuna y Santa Teresa de Avila cuyas obras se publicaron en 1588 bajo la tutela de fray Luis de León.

Desde su juventud, Cervantes sobresale por las virtudes de la fortaleza, la valentía y la paciencia ante las adversidades. En 1571 participó en la batalla de Lepanto a bordo de la galera Marquesa, donde demostró una valentía cercana al heroísmo; a pesar de estar enfermo y con fiebre pide a su capitán que le deje pelear en el lugar más peligroso de la nave, en el combate recibió tres arcabuzazos, dos en el pecho y uno en la mano izquierda. Sanó de sus heridas pero perdió el uso de la mano izquierda para siempre. El Manco de Lepanto estuvo consciente de la trascendencia de la victoria de Lepanto. En el prólogo a la segunda parte de su Quijote, dirá que su manquedad no nació de una riña de taberna: “sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros.” Debido a que “aquel día…–dirá el capitán cautivo, uno de sus personajes—fue para la cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar: en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y la soberbia otomana quebrantada”(I, 39; 402). [1]

La valentía del escritor durante sus cinco años de prisión en Argel está ampliamente documentada gracias a la Topographía e historia general de Argel, de fray Diego de Haedo, a los diferentes informes realizados tras su rescate y a sus obras.

Durante el cautiverio en Argel, su compañero Antonio de Sosa testifica que “se ocupaba muchas veces de componer versos en alabanza de Nuestro Señor, y de su bendita Madre y del Santísimo Sacramento, y otras cosas santas y devotas, algunas de las cuales comunicó particularmente conmigo, y me las enbió que las viese”.(Citado por Muñoz Iglesias p.328)[2]

En 1609, en Madrid, entró a la Hermandad de los Indignos Esclavos del Santísimo Sacramento, fundada por el trinitario Alonso de la Purificación (cabe recordar que fue también un trinitario, fray Juan Gil, quien logró rescatarlo de su cautiverio en Argel). Las obligaciones de los miembros de la Hermandad consistían en: la misa todos los días, el examen de conciencia, comulgar cada primero de mes, rezar a la corona de la Virgen, no faltar a los ejercicios de oración y disciplina, visitar los hospitales y asistir a los entierros de los cofrades. (Astrana Marín 1948, p.320) [3]

Tres semanas antes de su muerte entró en la Venerable Orden Tercera de San Francisco a la que ya pertenecían su hermana Andrea y su esposa Catalina Palacios. Antes de morir recibió los sacramentos y nos dejó un ejemplo de buena muerte. Por último, por instrucciones suyas, lo enterraron en el convento de las trinitarias el 23 de abril de 1616.

Al pasar de la vida del escritor a su obra es muy fácil descubrir numerosos pasajes que tratan de las virtudes humanas y cristianas. Basten dos para ilustrar el punto:

1) Don Quijote en la conversación con Sancho mientras ambos cabalgaban hacia el Toboso, además de reiterar que “nuestras obras no se han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana que profesamos,” (II, 8; 606) enumera los pecados capitales y sus virtudes opuestas:

Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros. (II, 8; 606)

2) Los consejos que le dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuera a gobernar la ínsula Barataria contienen todo un programa de virtudes humanas, de vida cristiana y de gobierno. (II, 42) Don Quijote con voz reposada le ofrece “infinitas gracias al cielo” y le agradece por el gobierno de su escudero. Luego empieza a enumerar una serie de consejos. “Primeramente, o hijo, has de temer a Dios, porque en temerle está la sabiduría. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey”. También, “préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio”. Le recomienda que al juzgar algo “procure descubrir la verdad” y que aplique la ley por igual a ricos y pobres y que “no cargue con todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso, que la del compasivo”. Finalmente, don Quijote le aconseja que se muestre más “piadoso y clemente” que riguroso con los culpables porque “aunque los atributos de Dios son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia”. Teniendo estos y otros consejos de su amo como guía, Sancho gobierna con mucho sentido común, pero también ha sido golpeado y pisoteado por lo que decide abandonar su puesto de gobernador porque ha adquirido el conocimiento de sí mismo:

Vistióse, en fin, y poco a poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue a la caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban, y llegándose al rucio le abrazó y le dio un beso de paz en la frente, y no sin lágrimas en los ojos le dijo:

—Venid vos acá, compañero mío y amigo mío y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos (…)Yo no nací para ser gobernador ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido. (II, 53; 956-957)

En conclusión, las virtudes humanas y las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad fueron esenciales en la vida del escritor Cervantes, pero además ocupan un lugar de honor en su obra maestra, de manera que es razonable afirmar que estamos ante una muestra excepcional de coherencia íntima entre vida y literatura. Ni más ni menos que el mismo tipo de congruencia de que le hablaba don Quijote a don Diego de Miranda: “Si el poeta fuere casto en sus costumbres, lo será también en sus versos; la pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos…” (II, 16; 668)

Egberto Bermúdez

[1] Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. Ed. Francisco Rico.

     Madrid: Alfaguara, 2005. Todas las citas provienen de esta edición.

[2] Salvador Muñoz Iglesias. Lo religioso en El Quijote. Toledo: Estudio

     Teológico de San Ildefonso (Seminario Conciliar), 1989.

[3] Luis Astrana Marín. Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes

     Saavedra. Vol. IV. Madrid: Instituto Editorial Reus, 1948.


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