Vivir la Semana Mayor de nuestra Fe no es sólo asistir a sus ceremonias. Eso es lo que vengo viviendo y aprendiendo desde hace más de veinte años y hoy, Lunes Santo, comparto humildemente con ustedes.
A las puertas de una nueva Semana Santa, echo la mirada atrás y me doy cuenta de que la preparación para (re)vivir la Pasión de Cristo y celebrar su resurrección, no comenzó el pasado 14 de febrero, miércoles de ceniza. Tampoco esta Semana Santa es la meta de una peregrinación sino otra etapa de un andar que se inició hace veintidós años, cuando en la charla de preparación para el bautismo de mi hija mayor, una de las catequistas me pidió que contará la razón por la cual yo la quería bautizar. En ese instante, en uno de los salones del Santuario de Jesús Misericordioso de la ciudad de Buenos Aires, tomé consciencia de lo mucho que me había alejado del Padre. Estaba iniciando a mi primogénita en una vida que yo no estaba viviendo. ¿Qué testimonio le iba a dar del Padre? ¿Qué testigo iba a ser de su obra? Respuesta obvia: un testimonio vacío de contenido.
Otro dato del que ahora me doy cuenta es que si ese volver a la casa del Padre, a la que el evangelista San Marco tanto se refiere, lo hacía sólo por mi hija –y por la segunda que vino después- iba a ser como la semilla que caía en terreno pedregoso: brotaría pronto; pero el sol la quemaría porque no tenía raíz. Sería cómo las gotas efervescentes del champagne. En verdad, lo tenía que hacer por mí. Como suele recordar mi párroco, cada uno debe hacer su encuentro personal con Jesús, el Hijo del Hombre. Entre otras cosas, porque es con uno con quien se vive las veinticuatro horas del día. Es uno esa oveja perdida a la que Dios salé a buscar. Es uno ese hijo pródigo al que Dios espera ver retornar al hogar.
Pero no crea el lector que la conversión o retorno fue una cuestión de soplar y hacer botellas. Recién este año puedo animarme a decir que la Semana Santa esta conscientemente presente en mi calendario. Que es un programa atractivo, más allá del hecho de que colaboré como agente pastoral en mi parroquia. No hasta hace mucho tiempo, por ejemplo, evitaba ir a la misa del Sábado de Gloria por el simple hecho de que era larga, con muchas lecturas. Hoy, me entusiasma y me sirve asistir a ella. La disfruto. Como asistir a la ceremonia del Jueves Santo o vivir la Adoración de la Cruz el viernes. También sé, creo, espero, que está vez este goce tiene, tenga, una base sólida. Que no lo haga sólo por mis hijas o mi esposa; sino por mí y porque así respondo al llamado del Padre de ser un buen discípulo de Cristo. Sin embargo, debo tener presente que sigo peregrinando y que estar de cuerpo presente no es garantía de estar en sintonía con Dios ni con la comunidad. Pero sé que cuento con la bendición de que, como le sucedía a los apósteles que estaban a su lado, en cuento me alejé, Jesús me va a llamar.
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