Contemplar
Días atrás había vuelto del desierto. Los cuarenta días de ayuno no le habían hecho perder su porte majestuoso y esbelto ni su paso seguro. Esos cuarenta días de ausencia no habían impedido que lo ocurrido en el Jordán se comentara por toda la región, corriendo como un reguero de pólvora. También el Bautista había dado testimonio de Él.
Sus primeras palabras al volver del Desierto resonaron con fuerza de trueno, penetrantes como espada de doble filo: “El Tiempo se ha cumplido. El Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean”
Lo repetía una y otra vez, sin dar al principio demasiados detalles sobre qué era ese Reino. Cuando decía “está cerca” los que oían lo sentían así: allí mismo presente. Cuando decía “conviértanse”, casi nadie podía evitar sentir que Él lo sabía todo: la interminable lista de crímenes, omisiones, y palabras vanas y ofensivas, y pensamientos oscuros y retorcidos…
Cuando decía: “crean” era evidente que estaba llamando a que creyeran en Él. Poco después que el milagro de Caná comenzó a ser conocido, sus manos comenzaron a derramar salud y libertad por doquier. “Él me envió para anunciar la liberación a los cautivos y devolver la vista a los ciegos”, dijo de sí ante el asombrado auditorio de Nazaret, que se rebeló ante el misterio de que uno de los suyos pudiera ser el indicado por el profeta.
Ya no podía andar solo, ni pasar desapercibido. Donde entraba, la gente lo buscaba, se arremolinaba en torno a él, ansiosa de tocarlo o escucharlo, o al menos tan solo de verlo. Muchos se preguntaban: ¿qué es el Reino de Dios? ¿Qué quiere decir? ¿Será acaso el inicio de una nueva y gloriosa era del pueblo, antaño soberano y ahora sometido a Roma?
Lo cierto es que aquel día, desde el amanecer, no dijo palabra. Lo notaron especialmente concentrado y solemne al decir: “subamos al Monte”. Subió, y detrás de él no sólo sus más cercanos discípulos, sino también la multitud. Siempre en silencio, buscó el mejor lugar. Era una fresca y deliciosa mañana de primavera. De camino pudieron observar como los lirios comenzaban a vestirse de color, y podían escuchar el canto de las aves, única música de fondo de aquella singular procesión.
Se sentó, y todos se sentaron a escuchar. Cortando el silencio ensordecedor, su voz clara resonó con fuerza, para ya nunca más apagarse: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque a ellos les pertenece el reino de los Cielos… Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia…” No había en su discurso palabras ni de más ni de menos, ni muletillas inútiles ni adornos que pudieran distraer. Cada sustantivo, verbo y adjetivo parecía haber sido elegido desde toda la eternidad. Cada una iba dirigida con quirúrgica precisión a un lugar exacto del alma, desnudando idolatrías escondidas, poniendo de manifiesto hipocresías, mostrando afectos desordenados, pulverizando falacias y aniquilando errores…
Como un eximio escultor, en cada frase cincelaba la imagen del discípulo, de aquel que elegía seguirlo y amarlo sobre todas las cosas.
Habló de la sal y de la lámpara, de comas e íes, de Moisés y la dureza de sus corazones, del oro del templo y del Dios que tiene en él su Trono. Habló de su Padre que ve en lo secreto, y alertó contra los falsos maestros, e invitó a la vigilancia, a la humildad, a la constancia. Habló de casas edificadas sobre roca y otras sobre arena.
Reclamó para sí una adhesión absoluta, radical, exclusiva, sin dejar espacio a la duda. Había desde ahora un nuevo parámetro de sabiduría o necedad, de salvación o condenación, de felicidad o desdicha. Ese parámetro era Él.
Al terminar su sermón, todos los presentes tuvieron la certeza de que algo en ellos y en el mundo había cambiado. Una Ley nueva, definitiva, plena, había sido grabada no ya en la piedra, sino en sus corazones y en el de la Historia.
Y supieron que el Reino de Dios… era Él.
Reflexionar
El Reino de Dios ha comenzado con la Encarnación del Hijo, y se prolonga en la presencia y acción de la Iglesia en el mundo, hasta consumarse en la Gloria. ¿Intentas extender el Reinado de Dios en todas las áreas de tu vida y en el mundo?
Todo el Evangelio de Cristo está sintetizado en el Sermón de la montaña, el nuevo decálogo de la nueva alianza. ¿Lo conoces con precisión, intentas vivirlo desde tu fragilidad?
Jesús invita a mirar a Dios, su Padre, como ideal. “Sean perfectos, como el Padre celestial es perfecto”. ¿Deseas verdaderamente alcanzar esa perfección a través de la santidad en la vida ordinaria?
Pedir
Jesús, tú eres la luz verdadera que viniendo a este mundo ilumina a todo hombre… que unido a ti, yo también pueda ser luz para mis hermanos.
Jesús, elegir ser tu discípulo implica aceptar las contradicciones y la persecución… que yo pueda, sostenido por tu gracia, aceptarlas cuando se hagan presentes.
Jesús, tú eres la Roca firme en la que quiero edificar mi vida… que mi ser cristiano no se agote en las palabras, sino que se concrete en mis decisiones de cada día. Amén.