Contemplar
Exactamente al mediodía, los soldados procedieron a colocar la Cruz en el agujero preparado de antemano en la cumbre del Calvario. Lo hicieron lentamente, sin poder disimular el asombro que les producía la actitud de Aquel extraño ajusticiado. Estaban habituados a recibir insultos e incluso algún golpe, pero este Hombre era diferente.
Lo oyeron balbucear con voz apenas audible frases extrañas para ellos, provenientes del paganismo. Alguno incluso se conmovió al oírle decir: “Padre, perdónalos, perdónalos, perdónalos…”
Los Sumos sacerdotes vigilaban bien de cerca, con gesto de satisfacción pero disgustados por el cartel que el infame Pilato le había hecho colocar. Era la hora de su triunfo, la victoria largamente esperada desde que este perturbador había comenzado a agitar las masas con un mensaje subversor. Reían a carcajadas e imitaban algunos gestos y expresiones de Jesús, cambiando a propósito sus palabras, ridiculizándolo ahora que lo tenían dominado. Sin embargo, ninguno de ellos soportaba poder mirarlo. Su mansedumbre y su silencio eran como un grito estruendoso apenas alguien se disponía a contemplarlo.
El discípulo amado estaba allí, abrazado y abrazando intensamente a María que miraba a Jesús casi conteniendo la respiración. En la mente de Juan aparecía ahora nuevamente aquella palabra que un día le oyó decir: “de la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna”. Allí estaba levantado en alto, y allí mismo, ante su atenta contemplación, uno de los ladrones crucificados junto a Él pronunció una oración increíble: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”. “Hoy” respondió Jesús “hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”. La Vida eterna prometida por Aquel agonizante era entonces una paradoja imposible de medir.
De pronto Jesús se apoyó sobre sus pies traspasados por los clavos, y en un esfuerzo supremo miró hacia lo alto. ¡Cuántas veces durante su vida María y el discípulo lo habían visto sonreír al levantar su cabeza buscando al Padre! Pero esta vez, su oración fue un grito de angustia, al límite de la desesperación. “Elí, Elí, ¡lemá sabactaní!” Lo dijo una y otra vez, primero con potencia, y luego como apagándose, dejando caer su cabeza nuevamente sobre el pecho, como si la falta de respuesta lo hubiera desarticulado, como si estuviera vacío.
En ese mismo instante, se levantó un intenso vendaval y el sol –hasta entonces refulgente- se eclipsó, haciéndose en toda la región una oscuridad casi nocturna. Las mujeres que estaban cerca y los pocos niños curiosos gritaron ante el subrepticio fenómeno. Los sumos sacerdotes dejaron de reír y celebrar, desconcertados. Jesús seguía orando, ahora en voz baja: “a pesar de mis gritos mi oración no te alcanza… al verme se burlan de mí… me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores…”
María musitaba en silencio el texto predilecto de su Hijo, acariciado y recitado infinidad de veces en Nazareth: “…tan desfigurado que su aspecto no es el de un hombre y su apariencia no es más la de un ser humano… Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soporta nuestros sufrimientos y carga con nuestras dolencias, y nosotros lo consideramos golpeado, herido por Dios y humillado. Él es traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recae sobre él y por sus heridas somos sanados.”
Fueron casi tres horas, donde la oración de Jesús era alternada por momentos de silencio, donde el estupor de todos crecía sin detenerse. Nadie se movía de su lugar, hasta que la Madre percibió un gesto suyo, como invitándola a acercarse. Juan la ayudó a abrirse paso ante el aterrado Centurión, y allí, una vez más, se cruzaron sus miradas y se fundieron sus corazones. Cuando le dijo: “Mujer”, comprendió que la Hora anunciada en Caná había llegado a su momento definitivo y crucial. La Boda, la Alianza, estaba por consumarse en sí mismo. Y aunque no comprendió todo, supo que en Aquel “ahí tienes a tu hijo” se abría para Ella una nueva forma de misteriosa fecundidad.
Luego todo se sucedió velozmente. Desde lo alto de la Cruz dijo a los siglos lo que en la intimidad había dicho a la Samaritana: “Tengo sed”, como un eco dramático de aquel “Vengan a mí todos…”. Sus brazos parecían en ese momento querer abrirse más allá de lo posible, como queriendo expresar que querría estar así por los siglos de los siglos… Sin embargo, su Rostro seguía manifestando esa infinita soledad y tristeza… Por eso fue aún más conmovedor escucharlo decir: “Todo está cumplido. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu… tú, el Dios leal, me librarás”
Fueron sus últimas frases, pero aún quedaba algo más. Un grito potente y desgarrador, profundo, hiriente, prolongado, se escuchó en medio de aquel completo silencio. En ese grito parecían estar recogidos todos los gritos, todos los sufrimientos, todos los fracasos de antes y de después. “He aquí al hombre”.
E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu. Y la Tierra tembló, y las rocas se partieron, y entonces sí casi todos comenzaron a correr despavoridos… Pero María y el discípulo y la Magdalena seguían allí. Y vieron fluir de su costado “un torrente de agua viva”, y vieron a Aquel centurión exclamar “verdaderamente, este era el Hijo de Dios”. El discípulo recordaba, y asociaba, y adoraba esa “Sangre derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados…”
María no se movió de su lugar hasta que todo se serenó nuevamente. Era ya casi el atardecer, y consiguieron autorización para bajarlo de la Cruz. Cuando quitaron la corona, María la tomó cuidadosamente entre sus manos, besándola al igual que a los clavos. Se apostó al pie del madero y lo volvió a tener en su regazo. Todos estaban apurados, pero nadie se atrevía a interrumpirla. María lo besaba y lo abrazaba, pero sobre todo, lo ofrecía. Ella era la nueva Eva, y la Sangre y el Sacrificio de su Hijo clamaban al Cielo mejor que la de Abel. El discípulo entendió entonces por qué Ella no estuvo en la Cena: en Aquel Viernes Santo, su regazo y su corazón fueron a la vez Altar y Cáliz. Juan se postró y adoró: “Tú eres el Cordero que quita el pecado del mundo… por tu Sangre somos salvados de la muerte”. Di con Juan también tú esa simple oración.