Contemplar
Cantaron los salmos que cerraban la cena pascual, salmos que resonaban con fuerza entonados por la melodiosa voz de Cristo, como si hubiesen sido escritos para que los dijera sólo Él. Y en lugar de retirarse a descansar como otras veces, el Señor los hizo salir hacia ese lugar donde tantas veces lo habían visto orar a su Padre. Amaba ese sitio con una especial predilección, como el lugar preferido donde hallar refugio.
Pero Jesús ya no era el mismo de la Cena. Por primera y única vez en estos tres largos años que llevaban junto a Él, los apóstoles vieron en el Rostro de Jesús miedo. Un miedo que –como todas las otras emociones antes reflejadas- era miedo puro, miedo de una intensidad cercana al infinito, miedo que se transparentaba en cada miembro de su Cuerpo… Apenas logró articular unas palabras, indicando nuevamente a los tres de siempre que lo acompañaran un poco más allá.
Lo siguieron en silencio, temerosos y vacilantes… No daban crédito a lo que veían sus ojos. ¡Temblaba! ¡Jesús temblaba! Ahora ya no sólo había miedo en su expresión, sino también una pena incalculable. Sus palabras fueron breves e incisivas, interpretando lo que ya decían sus ojos: “Mi alma siente una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando”. Tristeza de muerte.
Y se apartó un poco más, y lo escucharon, ésta vez sí, hablar con su Padre. Pero no era ahora la oración serena y confiada del Cenáculo: eran gritos de angustia, gemidos desgarrados y desgarradores, eran llantos cargados de dolor y de quebranto, eran balbuceos entrecortados por las lágrimas… Alcanzaron a distinguir unas palabras, que luego pudieron reconocer como lo único que dijo bajo la sombra de los olivos: “Abbá… todo te es posible… aparta de mí este cáliz… pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”
Era una lucha, un combate como antaño, también junto a un torrente, Jacob había tenido con Dios. Era el misterio de la voluntad de este hombre perfecto que experimentaba un pavor interminable ante lo que el Padre le pedía, y a la vez elegía obedecer.
Pero, ¿qué era lo que ocurría en su interior? ¿Cuál podía ser la causa y el peso que ahora lo aplastaba y parecía derribarlo a Él, siempre tan fuerte? (firstaiduc.com)
En aquella hora tremenda Jesús experimentó sobre su conciencia, sobre su sensibilidad humana delicadísima e inocente, todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos.
En aquella hora tenebrosa, Jesús sintió la culpa y el remordimiento por las blasfemias, las incredulidades, las impiedades, los asesinatos y abortos, los abusos, los adulterios y fornicaciones, las traiciones, los robos y las mentiras. En esa hora oscura como ninguna otra antes ni después, el Hijo, el Santo de Dios, ante cuya belleza los mismos ángeles se postran en el Cielo, se experimentó lujurioso, avaro, soberbio, iracundo, perezoso y sensual… ¡No eran sus pecados! Eran los tuyos y los míos, los de todos, ese cáliz que el Padre le pedía beber.
Pero lo más terrible, lo que de ningún modo podríamos llegar a comprender ni siquiera en un mínimo porcentaje, es el dolor infinito que le provocaba experimentar sobre su propia conciencia la ira y el rechazo del Padre. En ese momento, Él se identificaba con el pecado, se hacía pecado… El Padre ya no le respondía, ya no le decía “tú eres mi Hijo”. Por primera y única vez y hasta el amanecer del domingo, Jesús se sentía abandonado por el Padre, solo, despreciado…
¿Entiendes ahora por qué -antes de los latigazos y la corona de espinas- todo su Cuerpo comenzó a sangrar? Jesús no llora ni tiembla por los golpes, ni siquiera por los clavos ni por el sueño y la traición de sus amigos. Jesús sufre por los pecados que ahora son suyos.
La Pasión había comenzado, la Sangre ya se estaba derramando, la obediencia y el amor perfectos estaban allí, en ese hombre-Dios que, postrado en tierra, sintiéndose un gusano, cargaba sobre sí toda la historia tenebrosa de la humanidad.
Contémplalo allí, adóralo allí, póstrate junto con él, deja que sus gritos desgarradores desgarren por fin tu corazón endurecido…