“Yo sé en quien tengo puesta mi fe.” (2Tm 1, 12)
Debemos conocer los contenidos de nuestra fe para amarla, porque nadie ama lo que no conoce. La fe no es esencialmente un sentimiento, sino que es la adhesión de todo nuestro ser a La Verdad.
El Catecismo de la Iglesia Católica tiene como fin “conservar el depósito de la fe que es la misión que el Señor confió a su Iglesia y que ella realiza en todo tiempo.” (Constitución Apostólica “Fidei Depositum” escrita por el Papa Juan Pablo II, el 11de octubre de 1992)
Sus fuentes principales son la sagrada Escritura, los santos Padres, la Liturgia y el Magisterio de la Iglesia. Está destinado a servir «como un punto de referencia para los catecismos o compendios que sean compuestos en los diversos países» (Sínodo de los Obispos 1985)
El Concilio Vaticano II, fue inaugurado por el Papa Juan XXIII en 1962 y continuó con el Papa Pablo VI hasta su clausura en 1965. Una de sus principales tareas era la de custodiar y explicar mejor la doctrina cristiana, para hacerla más accesible a los fieles de Cristo y a todos los hombres de buena voluntad.
En 1985, con ocasión del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, el Papa Juan Pablo II convocó a un Sínodo de los Obispos y los padres del Sínodo expresaron el deseo de que fuese redactado un Catecismo. El Catecismo de la Iglesia Católicaes fruto de una amplísima colaboración y de seis años de trabajo intenso, iluminado por el Concilio Vaticano II.
Las cuatro partes se articulan entre sí. La primera parte trata acerca de lo que creemos, es decir el Credo que es el objeto de la fe. La segunda parte trata de cómo celebramos y comunicamos nuestra fe, es decir, de la misa y de los sacramentos. La tercera parte está pensada para iluminar y sostener a los hijos de Dios en su obrar; trata de la vida de la fe, del obrar cristiano, expuesto a partir de los mandamientos. Y, la cuarta parta trata de la oración en la vida de la fe, siendo el «Padre Nuestro» la expresión principal de nuestra súplica, nuestra alabanza y nuestra intercesión.
Los cristianos hacemos profesión de nuestra fe, es decir manifestamos externamente que creemos en Dios y en las verdades reveladas y enseñadas por la Iglesia. Lo hacemos mediante la síntesis de esas verdades que llamamos Credo. Se lo conoce también como ‘Símbolo de la Fe’ porque es un signo de identificación y de comunión entre los creyentes.
La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro y debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. (Cf 166 del CIC)
Creer significa:
confiar en que Dios existe, y existe para todas las personas, y nos conoce y nos ama; me conoce y me ama; amar a Dios con todo nuestro corazón, todas nuestras energías y todas nuestras capacidades; decir sí a Dios, escuchar su palabra, cumplir su voluntad.
A lo largo de los siglos, en respuesta a las necesidades de diferentes épocas, han sido numerosas las profesiones o símbolos de la fe. No han sido hechas según las opiniones humanas, sino que han recogido lo más importante de la Escritura y la Tradición, para dar una única enseñanza de la fe. Ninguno de los símbolos de las diferentes etapas de la vida de la Iglesia puede ser considerado como superado e inútil.
Entre todos los símbolos de la fe, dos ocupan un lugar muy particular en la vida de la Iglesia. Y porque en la Iglesia tenemos dos maneras de rezar el Credo, no significa que sean Credos distintos, sino más bien, que existen dos formatos.
El Símbolo de los Apóstoles, llamado así porque es considerado como el resumen fiel de la fe de los Apóstoles. Es la versión más corta y concisa.
El Símbolo llamado de Nicea-Constantinopla debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros Concilios ecuménicos en Nicea y Constantinopla (325 y 381). Sigue siendo todavía hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente. Nació como respuesta a una herejía arriana y es por ello que se explaya más en la parte de Jesucristo y del Espíritu Santo. Este es llamado también ‘el Credo largo.’
El Catecismo de la Iglesia Católica sigue el Símbolo de los Apóstoles, pero se completa con referencias al Símbolo Niceno-Constantinopolitano, que con frecuencia es más explícito y más detallado.
CIC 192 – 196