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«El Señor camina con nosotros»

por Card. Rubén Salazar Gómez
discipulos-emaus

En este tercer domingo de Pascua, la Iglesia nos propone uno de los relatos más hermosos de las apariciones del Señor resucitado a sus discípulos, en lo que conocemos generalmente como la aparición a los discípulos de Emaús.

Es un relato largo, pero es un relato que vale la pena meditarlo, saborearlo, hacer lo posible para que cada una de las palabras abra la inteligencia que el Señor nos da para comprenderlo, para comprender su amor y poder, por lo tanto, transformar nuestra vida.

¿Cuál es la esencia del relato? La esencia del relato es el que unos discípulos decepcionados por la muerte del Señor en la cruz van huyendo de Jerusalén, se van alejando de la comunidad. Esto es una imagen de lo que nos puede pasar a nosotros. A muchos de nosotros nos puede suceder que los golpes que recibimos de la vida, incluso también los escándalos que hay al interior de la comunidad eclesial, nos van desilusionando, van creando una especie de gran frustración respecto de nuestra fe. Sentimos como que, en realidad, esa relación con Dios y con los demás no nos da lo que nos tiene que dar, especialmente al interior de la comunidad eclesial, al interior de la Iglesia. Y entonces fácilmente nos alejamos de la comunidad. 

¿Cuántas personas no han dejado de participar por ejemplo en la vida de la comunidad de la Iglesia? ¿Cuántas personas no se han alejado por un motivo o por otro?

Pero entonces, ¿qué es lo que sucede? Cuando estos dos discípulos van escapándose de Jerusalén es el Señor mismo el que se pone a caminar con ellos, y ellos al principio no lo reconocen. Dice el texto que sus ojos estaban como pesados, como incapacitados para descubrir la presencia del Señor. El Señor camina con ellos y empieza a dialogar con ellos. Y lo primero sobre lo que dialoga el Señor es precisamente sobre qué discuten: “Ustedes, ¿qué les pasa? ¿Qué es lo que tienen?”, y estos discípulos les explican cómo están desilusionados, desalentados.

Esto es lo que el Señor hace permanentemente con nosotros: el Señor viene a nosotros para escucharnos. Qué bueno que nosotros, en la oración, fuéramos capaces también de presentarle todo lo que nos angustia, lo que nos preocupa, lo que nos desilusiona, lo que nos frustra, todo lo que constituye nuestra vida. Que esto sea el objeto de un diálogo permanente con Él porque el Señor quiere escucharnos, así como Él se acercó a los discípulos de Emaús, así también se acerca a cada uno de nosotros y quiere entablar con nosotros un diálogo de amor. 

Y entonces el Señor les abre la inteligencia para que ellos puedan comprender como todo lo que ha sucedido en Jerusalén: La pasión y la muerte del señor, y también la resurrección – que ellos han escuchado ha sucedido, pero que no han creído – es una realidad profunda, como está atestiguada en la ley y los profetas, es decir, en la sagrada escritura.

El Señor abre el corazón, abre la inteligencia de estos discípulos para que puedan conocerlo, para que puedan verdaderamente comprender cuál es el designio de amor que Dios tiene para con ellos y para con toda la humanidad. Esto también lo hace el Señor permanentemente con nosotros. Al Señor, si se lo pedimos, nos da la luz que necesitamos para comprender el sentido de su pasión y de su muerte, para comprender su presencia en medio de nosotros. Y nos da, por lo tanto, la luz para que nosotros podamos hacer que su muerte y su resurrección sean fuente permanente de gracia, de consuelo, de fuerza. 

Y el relato termina cuando estos discípulos le piden al Señor que se quede con ellos porque ya es tarde y lo reconocen en el momento de partir el pan. Aparece ahí la importancia fundamental de la Eucaristía: cada domingo la Iglesia nos invita a que participemos en la Eucaristía y que allí, al partir el pan, es decir, al celebrar el memorial de la muerte y de la resurrección del Señor, de verdad lo reconozcamos siempre presente en medio de nosotros, presente por su palabra, presente por su luz, por su gracia, presente por su espíritu. Un Dios que camina con nosotros, un Dios que nos llena de paz y de alegría.

Y, finalmente, estos discípulos regresan corriendo a Jerusalén y se encuentran con los otros discípulos, a los cuales se les ha aparecido también el Señor. Regresan a la comunidad. Qué bueno que nosotros cada domingo sintamos que volvemos, que nos metemos cada vez más íntimamente dentro de la Iglesia, que es nuestra comunidad, que es nuestra casa. Y allí entonces empezamos a sentirnos de verdad acogidos, como hermanos, y empezamos a ser de verdad solidarios para poder, como Iglesia, ir al mundo a testimoniar la presencia salvadora del Señor.

¡Qué relato tan hermoso! Ojalá lo leamos con calma, tratemos de entenderlo, de aplicarlo a nuestra vida para que nos ilumine y fortalezca.

La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes y permanezca para siempre. Amén.

 

 

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