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SOCORRER AL PRÓJIMO

por Carlos L. Rodriguez Zía

 Durante la Segunda Guerra Mundial,  en Italia,  cientos de niños judíos perseguidos por los nazis fueron protegidos en iglesias, conventos y casas de familias católicas. Esta es la historia de cómo muchos católicos vivieron en carne propia lo que nos enseñan la parábola del buen samaritano.

En un abrir y cerrar de ojos, a la edad de siete años, Gianni Polgar dejó de existir y el niño que portaba ese nombre, pasó a llamarse Franco De Renzini. Desde ese instante crucial, él sabía que, si alguien lo llamaba por su antiguo nombre, no debía darse vuelta. Aunque sus papás estaban vivos, debía fingir ser huérfano. Tampoco podía asomarse a la ventana para saludar a los chicos con los que solía jugar en la vereda porque, si lo veían, podía ser sencillamente desterrado de este mundo. Tomó la primera comunión y hasta se sacó una foto con un supuesto padrino de confirmación. Gianni Polgar, un niño judío, se sabía de memoria la misa en latín. Por su parte, Bianca María Campagnano tenía 9 años cuando se debatía entre responder “judía” o “católica” si la paraban por la calle para preguntárselo mientras cruzaba a pie la ciudad de Roma, camuflada de niña cristiana y luego de haber sido bautizada, para visitar a sus papás en el altillo donde se escondían de la voracidad nazi. Bianca María no tenía dudas: “Judía”. Era y se sentía judía.

Entre 1943 y 1945, el pánico corroía las venas de toda Europa. Italia, sin embargo, fue uno de los países que más desafió la ocupación alemana: espontánea y audaz, la ciudadanía trazó un cielo protector que refugiaba judíos contra la deportación. “Durante el juicio en Jerusalén, Adolf Eichmann, arquitecto de la solución final y del exterminio del pueblo hebreo, dijo que entre todos los países ocupados por Alemania, Italia fue el más difícil para la deportación de judíos porque la población, en vez de denunciarlos, los protegía escondiéndolos”, dice Giovanna Sadun, hermana de Annalisa, sobreviviente de una familia hebrea de Siena socorrida por otra católica.

 

Annalisa Sadun descubre una placa en la casa donde la protegieron de los nazis cuando era una recién nacida. /Foto: Cézaro de Luca.

Annalisa Sadun descubre una placa en la casa donde la protegieron de los nazis cuando era una recién nacida. /Foto: Cézaro de Luca.

 

Hubo conventos, monasterios, iglesias, colegios religiosos y familias católicas que arroparon niños hebreos cuyos papás los entregaban en custodia humanitaria porque olían el aliento, próximo, fétido y feroz, de los campos de concentración. Esto sucedió en la iglesia San Gioacchino in Prati, en Roma, donde el párroco, el padre Antonio Dressino, permitió hospedar judíos y perseguidos políticos tapiándolos en el ático de la iglesia. Sólo se podía acceder a ellos a través del rosetón de vidrios azules. Lo sabía muy bien la hermana Margherita, la monja de la Divina Providencia que cocinaba almuerzo y cena para los amurallados vivos.

La comunidad hebrea nunca olvidó gestos como éste. En los años ’60, el Estado de Israel creó la Comisión de los Justos, cuya labor es conceder el título de “justo entre las naciones” a toda aquella persona que, sin ser judía, hubiera salvado a alguien de ese origen. Como fue el caso de Raoul Wallenberg, un diplomático sueco que dejó el pellejo en su afán por rescatar vidas de las fauces nazis en Budapest. En su memoria, el argentino Baruj Tenembaum creó en 1997 la Fundación Internacional Raoul Wallenberg, una ONG con sede en Nueva York y sucursales en Buenos Aires, Jerusalén y Roma, que se embarca en proyectos educativos que rescatan el coraje cívico de quienes aportaron una gota de alivio en el océano del infierno del Holocausto.

Desde 2014, la fundación lleva adelante Casa de Vida, un programa que se propone identificar, homenajear y contarle a todo el mundo quiénes, dónde, cómo y cuándo cobijaron a los perseguidos por el nazismo. Cuando encuentran un lugar donde algún judío halló un retazo de paraíso al amparo de un alma solidaria, la fundación coloca una placa que identifica ese espacio como Casa de Vida.  “El programa Casa de Vida es el modo que elegimos para agradecer a todas esas personas que en el continente europeo (en este caso casi en su totalidad se trata de instituciones religiosas pertenecientes a la Iglesia Católica) arriesgaron hasta sus vidas por preservar la del prójimo –agrega Tenembaum–. Es de destacar el hecho de que sean más de cinco centenares de instituciones católicas en toda Europa.

 

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Bianca María Campagnano. Ella todavía mantiene el contacto con los Staderini, la familia católica que le dio protección cuando tenía 9 años. /Foto: Cézaro De Luca

 

Una noche de 1943, Bice Gilardoni, la esposa de Fausto Staderini, un ingeniero católico que tenía una imprenta en Roma, soñó que una voz le decía: “Tenés que salvar a los nenes de Elvira”. Elvira era una amiga suya de la burguesía hebrea romana. Estaba casada, tenía dos hijos, Bianca María y Marcello, y llevaba días escondida en un convento con su familia ante la amenaza devoradora de los nazis. Los Staderini habitaban una villa en Via Nicotera 4. La planta baja era un estudio jurídico y en la planta alta vivían Bice, Fausto y sus seis hijos. “De la noche a la mañana fuimos ocho”, recuerda Carla Staderini. Le quedó una imagen grabada: “Cuando los papás dejaron a Bianca María y a su hermano en casa, les impusieron las manos sobre la cabeza y rezaron en una lengua que yo no conocía: intuí que invocaban una protección divina”.
“Lo de los campos de concentración se supo después, pero yo era una nena y les tenía pánico a los alemanes. Pensaba que me iban a venir a buscar”, dice Bianca María. Tiene 84 años y, cada tanto, se reúne con los Staderini, que la pasan a buscar en auto y la traen hasta la villa de Via Nicotera, donde la Fundación Wallenberg colocó la placa de Casa de Vida. “Estuvimos escondidos nueve meses. Hasta venía la maestra en secreto, la señorita Sanzoni, para que no perdiéramos el año –dice Bianca María–. La buena noticia llegó en 1944, el día que llamó mi tío para decir que los alemanes se estaban yendo.

En noviembre de 1943, cuando Annalisa Sadun era una recién nacida, los judíos de Siena se hundían en la desesperación ante la inminente presencia atroz de los alemanes. Monseñor Luigi Rosadini, de la iglesia de Vignano, no dudó en dar refugio a los Sadun, una familia hebrea que tenía un bebé de cuatro meses. Poco después, los Sadun fueron refugiados en casa de Gino Cardini, un pediatra que vivía en un palazzo de la Via San Pietro 21, en el centro de Siena. Hoy, frente al edificio antiguo, que sigue siendo morada de los Cardini, hay un negocio que vende revistas y recuerdos de la ciudad. Los imanes para la heladera cuestan 3 euros. “La desesperación de mi madre era que yo lloraba todo el tiempo. Se suponía que estábamos escondidos allí, que nadie tenía que descubrirnos, pero no había cómo calmar el llanto desesperado de esa bebé que era yo. Tal vez presentía el temor con el que se vivía”, dice Annalisa Sadun, hoy una abuela que ya cumplió los 75.
El 6 de marzo de este año, durante la celebración de la Jornada Europea de los Justos en Siena, Annalisa participó en la ceremonia que declaró Casa de Vida el hogar de los Cardini y la iglesia de Vignano. “Siempre he vivido este relato con mucha naturalidad –dice Fiamma Cardini, hija de aquel corajudo Gino–. Jamás vi en mis padres un gesto de temor o duda por dar refugio a los Sadun.”

 

A los siete años, Gianni Polgar tuvo que cambiar de identidad: pasó a ser Franco De Renzini.  /Foto: Cézaro De Luca

A los siete años, Gianni Polgar tuvo que cambiar de identidad: pasó a ser Franco De Renzini.  /Foto: Cézaro De Luca

 

“Desde chiquitos notábamos y sabíamos que había diferencias entre nosotros y los demás. Yo iba a la sección hebrea de la Enrico Pestalozzi, cerca de la estación. Eran clases exclusivamente para niños judíos, en horarios distintos al de los demás y no podíamos tener contacto con otros niños”, cuenta Gianni Polgar, un jubilado romano que sobrevivió gracias al director de un colegio católico. Su padre era abogado, conocía a un funcionario del Banco de Roma que, ante el peligro inminente, derivó a Gianni al Collegio San Giuseppe-Instituto de Merode. En siete meses, nunca salió a la calle. “Venía a verme una vez por semana una señora, tía Annetta, que en realidad era mi madre. ‘No tenés que llamarme mamá porque si no, nos llevan a los dos’, me decía ella. A mi padre nunca lo vi durante esos meses”, cuenta. . Él se casó con una católica con la que decidió que, si tenían hijos, serían judíos: “En la cena de los viernes leíamos la plegaria en hebreo y cuando terminábamos, la empleada doméstica, que no era judía, se hacía la señal de la cruz y decía ‘Amén’. Seguramente para un judío ortodoxo no estaba bien pero yo encontraba esa escena maravillosa”.
 
Fuente: Diario Clarín y Revista Viva.
 

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1 comentario

Jorge José Schmidt junio 27, 2018 - 10:23 am

Estimado Carlos; excelentes historias. Hace unos años leí y siempre recomiendo el libro «Los Judíos del Papa» del periodista británico Gordon Thomas. Es un trabajo excelente sobre la tarea de la Iglesia antes y durante el pontificado de Pío XII para salvar a nuestros «hermanos mayores» y otras gentes de buena voluntad. En tiempos donde algunos rezamos por el proceso de beatificación de Pío XII un hombre valiente que con su genio logró siempre ser testigo de Cristo en tiempos tan difíciles. Pío XII es injustamente calumniado por intereses que no quieren que se conozca la historia de su pontificado.
Un cordial Saludo

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