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Transustáncianos

por Pbro. Leandro Bonnin
Corpus Christi

la «transustanciación» (es decir, de la transformación de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo, y toda la sustancia del vino en su Sangre).

A raíz de algunas polémicas de la actualidad, especialmente en relación con el diálogo ecuménico y la oportunidad o no de usar ésta o aquella expresión, he podido constatar un proceso que en mi propio pensamiento y vida espiritual había estado ocurriendo.

Recordé, en primer lugar, que el milagro de la «transustanciación» (es decir, de la transformación de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo, y toda la sustancia del vino en su Sangre) me había fascinado ya desde mi adolescencia, cuando en mi grupo de jóvenes estudiamos el Catecismo. La precisión del lenguaje, la búsqueda de palabras que pudieran expresar con la mayor justeza posible la fe de la Escritura y la Tradición, me atraían y me impulsaban a una profundización cada día mayor.

Durante los estudios filosóficos en el Seminario, leí con avidez y fruición la «Mysterium Fidei» de Pablo VI, buscando entender el valor y alcance de sus afirmaciones, frente a algunas corrientes de la teología «católica», que parecían atenuar la realidad de la presencia de Cristo en la Eucaristía.

Durante la teología, el estudio de las controversias eucarísticas medievales, y la búsqueda afanosa de la Iglesia de vocablos y conceptos capaces de ubicarse en el centro virtuoso entre dos extremos fue sencillamente apasionante. Tratar de «meterme» en la mente de los que afirmaban una cosa y su contraria, evaluar personalmente el impacto que tales afirmaciones tenían para la vida eclesial fue, como en todo proceso de formación, una fuente de transformación personal interior.

Ya más cercano a la ordenación, buscando inspiración a la espiritualidad que había de sostenerme en el ministerio, encontré en un escrito del sacerdote poeta p. Luis Jeannot Sueyro una expresión magnífica. En una oración le pedía a Jesús: «Señor no pido un milagro, pero lo hiciste en la cena… transustancia mi pasado en redención de mi tierra». A partir de allí, la hice mía.

Una idea similar me deslumbró en los escritos de uno de los obispos paranaenses, monseñor Tortolo, el cual, hablando del momento del ofertorio de la Misa, y refiriéndose a la necesidad para el sacerdote de entregar toda la vida en el altar, decía: «todo lo ofrecido será transustanciado».

Entiendo que desde esas dos «puntas» se fue abriendo paso en mí el considerar la transustanciación eucarística como el analogatum princeps de toda transformación realizada por Dios en el ámbito humano. Y poco a poco esta idea (toda transformación que realiza Dios tiene su idea matriz en la de la Eucaristía) fue apareciendo en las predicaciones y catequesis.

Así, en los bautismos, comencé a decir a los papás que en sus niños iba a ocurrir un milagro parecido al de la Misa: ellos iban a seguir viendo a su niño, no iba a cambiar nada exteriormente, pero en lo más profundo había una nueva realidad… la imagen de Cristo quedaría grabada indeleblemente en su alma, sería una «nueva creatura», habría un «nuevo nacimiento» y, por ende, serían partícipes de una nueva naturaleza, la divina.

En las charlas de preparación al matrimonio, me resultaba un modo eficacísimo para explicar la indisolubilidad matrimonial trazar un paralelo con las palabras de la consagración. Así como en en la Última Cena Jesús dijo «esto ES mi cuerpo, esta ES mi sangre», y esas palabras eran creadoras de una nueva realidad –permaneciendo las apariencias- así en el matrimonio, en el momento del consentimiento, Jesús decía: «ustedes ya no SON dos, sino (son) una sola carne». Permaneciendo las apariencias –seguimos viendo dos- ya hay uno.

Y en una reciente prédica en una primera Misa, decía estas palabras: «…así como en la Eucaristía son esas Palabras las que producen una nueva realidad así también esta mañana vos, como pan, estuviste en las manos del Obispo, y mientras él pronunciaba la fórmula de la ordenación, en el Cielo resonaba otra Palabra, eficaz: «Horacio, tú eres sacerdote para siempre». De tal modo que, al igual que en la Eucaristía, hay algo nuevo, aún cuando lo que vemos permanezca igual. Hoy podríamos decir, al mirarte, nuevo sacerdote, lo que Tomás de Aquino afirma ante la hostia: «se engaña en ti la vista, el tacto, el gusto… más la palabra engendra fe rendida»

Evidentemente, no estoy afirmando que en todos los sacramentos ocurren «transustanciaciones» en sentido técnico. Por algo la Iglesia reserva el adjetivo «sustancial» para definir la presencia eucarística en su singularidad.

Pero sí pensaba yo que si se debilita la fuerza y el realismo de la transustanciación, si dejamos de afirmar con claridad que verdaderamente la acción del Espíritu Santo y las palabras de Jesús tocan y cambian la realidad profunda… todo lo demás cae. Nuestra religión es, entonces, simplemente una cuestión de percepción… una ilusión, algo puramente emocional, pero que no toca el ser.

Según mi impresión –no olviden que soy un cura de pueblo, no un teólogo de profesión- siguiendo esa misma lógica, se comprende, con total claridad, que «todos somos hijos de Dios», y que ya no hay nada nuevo en el Bautismo… a lo sumo ese rito visibiliza –en este enfoque- algo que ya existe en todos… O sea, el Bautismo es sólo signo, pero no eficaz. Pura ceremonia.

Se vuelve completamente lógico, también, que sea difícil y para algunos escandaloso hablar de una indisolubilidad en el matrimonio… cuando los esposos ya no se perciben tales, dejan de serlo. No hay a través del sacramento una «nueva realidad», que perdure, más allá de las apariencias.

Se vuelve comprensible, por último que algunos postulen el sacerdocio no ya como una configuración ontológica con Cristo cabeza, sino como simplemente un ministerio, un servicio, intercambiable con otros, pasible de ser vivido de modo temporario… Todo el lenguaje tradicional del «sacerdos in aeternum» parece un absurdo… si no hay un cambio real en lo más íntimo del ser del ordenando.

Llegando al final de ésta, mi personal conclusión, recordé a un profesor de imborrable memoria en los estudios teológicos, gracias al cual comprendimos que el rechazo del realismo aristotélico-tomista y a una visión «metafísica» de la relación del hombre y Dios caracterizaba no sólo a la doctrina protestante sobre la Eucaristía, sino que abarcaba prácticamente todas. Nos decía él, entonces, que en el esquema protestante, en el fondo Dios y el Hombre continúan separados, anticipando así tantos otros movimientos culturales y del pensamiento de la modernidad.

Por eso creo, sencillamente, que haremos bien en mantener en todo su vigor esta visión tan equilibrada, tan armoniosa, tan fecunda y vigorizante.

Lo haremos, no porque rindamos culto a lo antiguo, no porque seamos cerrados, no porque no nos interese dialogar sino, sencillamente, porque es la verdad.

Una verdad que ha dado probadas muestras de ser capaz de dinamizar la vida de la Iglesia, como nos lo está demostrando el auge impresionante de las capillas de Adoración Perpetua en todo el mundo. Como un fenómeno que –es justo decirlo- no viene impulsado tanto desde la Jerarquía como de los laicos que han descubierto y quedado arrobados ante la Divina Presencia. Por la cual y para la cual –no lo olvidemos- existe la Iglesia.

 

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