Portada » El Adviento es el camino de José y María hacia Belén

El Adviento es el camino de José y María hacia Belén

por Pbro. Carlos Padilla E.
jose-maria-camino-belen

« Una voz grita e n el desierto : preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios »

El Adviento es el camino de José y María hacia Belén. Es la estrella de los magos en medio de una noche. Y es también el desierto en el que Juan anuncia y pide cambiar el corazón.

El Adviento es para mí lo que espero, lo que deseo, lo que necesito. Le pido a Dios que me regale ser como Juan, un hombre íntegro, un hombre de una sola palabra. De una sola misión. El hombre que anunció a Jesús y desapareció cuando llegó Él. Anunció humilde a alguien mayor. Le pido que me regale el don de hacer un camino para Cristo en lo profundo de mi alma. Que me ayude, como él, a dedicar mi vida a preparar en otros su llegada. Quiere que consuele a mi pueblo. Que hable al corazón de los hombres. Esa es mi tarea. Mi manera de anunciar es consolar y hablar con palabras de compasión al corazón del que está a mi lado sufriendo. Sin dar lecciones. Quizás sólo estando, cuidando, consolando. Porque mi esperanza es que viene pronto el que tiene en su mano el sentido de mi vida. Juan primero tuvo que allanar su alma, abajar las montañas, subir los valles. Despejar en su interior el camino a Jesús. Siempre es así, nadie puede anunciar lo que no ha vivido todavía. Pienso que los apóstoles, cuando anunciaron a Jesús, anunciaron su propia vivencia de Cristo. Su historia de amor con Él. Habían tocado su carne y habían visto su amor. Juan Bautista anunció antes de ver. Porque creyó en la palabra de Dios. Porque quizás su madre le habló de María. Y se fío. Su vida fue en función de Cristo. Así quiero vivir yo. Sabiendo cuál es mi tarea. Y construyendo mi vida en función de Cristo. Pienso que como sacerdote tengo algo de Juan Bautista dentro del alma.

Hablo de Cristo a otros.

Preparó sus vidas para Él. Ayudo a favorecer su encuentro con Jesús. Y después, tengo que desaparecer. Sin ponerme en primer plano. Dejo paso a Jesús. Me gusta Juan porque no cayó en la tentación de ponerse en el centro, de buscar títulos, de esperar elogios. Su agua no es nada en comparación con el fuego del Espíritu que traerá Jesús. Su humildad, su honestidad, su verdad, me conmueven. A veces, temo anunciarme a mí mismo. Busco que me reconozcan. Me pongo en el centro. Hoy miro a Juan. Miro su amor por Jesús. Su esperanza. Su fe. Su pasión. Me ayuda con su testimonio a ponerme yo a un lado para que pase Jesús. Juan es el hombre del Adviento junto con María y José. Los tres esperaron. Los tres se fiaron de la palabra de Dios. Los tres cuidaron en su alma el anhelo de Dios, hasta el final.  Hoy viene Juan a predicar un bautismo de conversión. Viene con sus palabras a rescatarme de mi fragilidad y de mi pecado. Su tarea fue ayudar a otros a cambiar de vida. Es lo que me dice hoy con sus palabras firmes. Me asegura que el Espíritu Santo es el que puede cambiarme. Me dice que voy a poder dejar lo que estoy viviendo para optar por un nuevo camino. Sus palabras me ayudan a preparar el camino al Señor que nace: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el Jordán». Es necesario cambiar de vida para encontrarme con Jesús. Hace falta iniciar un nuevo camino. Tengo que ser capaz de pedir perdón y reconocer los pecados. Allanar mis montes. ¡Qué importante es la confesión sacramental para volver a empezar! Decía el P. Kentenich: «La confesión es para ayudar, no para complicar». Confesar mis pecados significa mirar en lo hondo de mi alma y reconocer mi fragilidad. Ver lo que hago mal, lo que no hago, lo que podría hacer mejor. Ver mis palabras de quejas y mis silencios amargos. Supone saber lo que quiero hacer bien y dejar de hacer lo que estoy haciendo mal. Para ello es necesario allanar el orgullo y acabar con la vanidad. Someter la soberbia y el egoísmo. Levantar el valle del pesimismo y la tristeza. Vencer la crítica y la envidia que me hacen tanto daño. La confesión me hace más niño ante Dios. Más filial, más dócil. Me hace más puro desde mi impureza reconocida. No soy inmaculado, lo sé, caigo una y otra vez, pero sé que estoy llamado a ser propiedad de Dios.

Quiero vivir consagrado a Él. Dice el profeta Isaías: «Preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale». Miro hacia delante. Reconozco mis caídas y fragilidades. Soy pecador. Pero pienso en la tierra nueva, en el cielo nuevo que me anuncia Dios, y el corazón se alegra. Miro mi pecado y mi fragilidad, consciente de que es Dios el que viene a salvarme. Pero me cuesta a veces reconocer mi debilidad. Me resulta complicado ver mi impureza. Comenta Pío XII: «El mundo moderno ha perdido el sentido del pecado». Y escribe Pablo VI en 1964: «No encontraréis ya en el lenguaje de la gente de bien actual, en los libros, la tremenda palabra, que, por otro lado, es tan frecuente en el mundo religioso: la palabra pecado. Los hombres, en los juicios de hoy, no son considerados pecadores. Son catalogados como sanos, enfermos, malos buenos, fuertes, débiles, ricos, pobres, sabios, ignorantes. Pero la palabra pecado no se encuentra jamás. Se ha perdido el concepto de pecado». Vivo en un mundo de personas enfermas y rotas. Hoy cuesta hablar de pecados y de pecadores. Y sé que los hay. Yo mismo lo soy. Soy causa de la ruptura de Dios en mi vida. Cuando le cierro la puerta y me alejo. Cuando no escucho sus palabras. Cuando me cierro en mi egoísmo a otros. Cuando no amo. ¿Por qué me cuesta tanto reconocer en alto mi pecado, mi miseria, mi debilidad? Sé que es humillante reconocer las propias caídas. Me es más sencillo hablar de mis logros y éxitos. Valorar mis conquistas. Resaltar mis talentos. Pero me cuesta sentirme pequeño y frágil. Es una humillación que me hace daño. Llego a la confesión y no sé ver mis pecados. No soy consciente de mis omisiones ni de mis acciones que hieren. No veo actitudes faltas de misericordia. No encuentro nada digno de ser confesado. Veo más culpa en los otros. Sé ver sus pecados y sus faltas. Pero las mías me cuesta verlas. Rompo el vínculo con los hombres, con Dios, conmigo mismo, y no veo el pecado, no veo mi responsabilidad. Sé que la confesión sana ese vínculo roto, ese puente quebrado. Me libera de la carga que me pesa. Y al recibir el perdón sé que se sana mi alma por dentro. Me llueve la gracia que me levanta de mi vida miserable. Y crezco, avanzo, me levanto de nuevo sostenido por el Espíritu. Eso es el Adviento. Dejarme educar por María, por Dios. Dejar que en mi pecado venga Dios a sanar mi alma enferma.

 

Convíértete en Patrocinador de Misioneros Digitales,
Cualquier aporte por pequeño que parezca nos ayuda un montón.
¡Dios te Bendiga!

 

 

 

 

Misioneros Digitales Donaciones

 

 

[ecp code=»Matched_Content»]

 

Artículos relacionados

Deja un comentario